Sangra El Reloj De Arena



No existe nada peor que cuando te disparan de lejos. No sabes qué es lo que está pasando.

Georgie me encaraba para explicarme por qué yo debía permanecer al margen del espiral descendente en el que se metió, cuando impulsado por una cachetada invisible, se fue al suelo. Fue en esos primeros momentos que la secuencia dejó de tener sentido. La sangre no había empezado a fluir.

Breve zumbido, el de la bala cortando el aire hasta su objetivo, el golpe, Georgie cayendo. Entonces se oyó la detonación.

Mi primer impulso fue llevarme la mano a la pistolera dentro del saco. Miré en rededor. Aunque no conseguía al asesino, sabía que estaba disparando con un revólver, seguramente calibre .38, que son catastróficos a corta distancia y muy malos a larga. Si el atacante hubiese estado más cerca, no tendría a un Georgie agonizante en el suelo, sino a un cadáver.

Me hinqué y saqué la pistola. No era la primera vez, pero sí sería recordada por tener pocas iguales. Un segundo zumbido y la tierra a dos palmos de mí se levantó en una exhalación de energía. El estruendo. Lo vi.

Un hombre, apoyado sobre el techo de un vehículo. Lentes oscuros, cabello rapado. Apuntaba con las dos manos. Vi el fogonazo en el cañón y la tercera bala no me pasó ni cerca. Este no era un asesino profesional. Alguien le había pagado para que se hiciera cargo de nosotros, o quizá sólo de Georgie, siendo el “héroe policía”. Los motivos no importaban. Debió entender que gastaría todas sus balas si seguía. Empezó la huída.

Otro, habría ido por él. Matthew Stark habría incendiado a la ciudad. Me quedé con George. No soy un héroe y su saco empezaba a oscurecer.

—Puta, Nino, ¿dónde me dieron? —preguntó.

Era del lado izquierdo, pero la sangre se regaba con rapidez. Me preocupaba; las balas del calibre .38 tienen la costumbre de rebotar cuando entran en el cuerpo. Un proyectil que entra por una pierna puede dar con el fémur, rebotar a la tibia y ascender hasta cercenar la arteria femoral. Una herida en teoría superficial, se convierte en un impacto mortal. Si la bala dio con algún vaso sanguíneo, Georgie se me iba a morir en minutos.

Nadie nos disparaba. Tenía que ir al coche asignado y llamar a la central, pedir una ambulancia. Dejar a mi compañero en esas condiciones me parecía, con todo, digno de un animal.

—George, tengo que llamar a una ambulancia.

Asintió. Se agarraba el brazo. Así que ahí fue. ¿Qué arterias importantes cruzan el brazo?

Fui corriendo al carro. Por supuesto, estaba cerrado; no era yo el que traía las llaves. Regresé a toda prisa, preguntándome cuántos segundos vitales había dejado pasar.

—Tienes las llaves.

—Ve a por él —dijo George.

—¿Qué?

—Se te escapa. Nino, no me voy a morir. Ese tipo nos disparó por algo, tienes que atraparlo.
  
A estas alturas, no podría atraparlo, los preciados momentos para el arresto habían pasado sin anunciarse. Empecé la carrera hacia el sospechoso en todas las condiciones equivocadas. Confundido, asustado, sin una sola pista. Era una receta ideal para terminar con una bala en los sesos.

Giré la cuadra. Una solitaria calle, característica de esos lugares en los que la gente sabe que hay que esconderse con los tiros. No pude evitar que la imagen de un funeral viniera a mí. Todo el cuerpo de detectives estaría ahí, se cruzarían sables, se dispararía al cielo. Lo que no alcanzaba a detallar era si el que estaba en el ataúd era Georgie, o si era yo.

Tengo una niña pequeña. Michelle, dios mío.

Otro disparo, esta vez más cerca. Lo único con lo que tuvimos suerte ese día fue con la puntería del tipo ese. Habría estado borracho, para envalentonarse, o con las sienes pulsándole bajo el ritmo de la cocaína. Disparaba cubierto desde una casa, de una sola planta, pobre; una casa vacía por las noches, hervidero de crack durante el día.

Siguió corriendo. Yo hice lo estúpido: lo seguí. No sabía qué otra cosa hacer.

En una situación como esta, el entrenamiento sale por la ventana. La mayoría de los seres humanos no saben cómo se siente cuando te disparan. Tu primer instinto no es salir a ver a la muerte a la cara. Lo que tu cuerpo te grita es cordura. Échate al suelo, sálvate. Enfrentar al que puede matarte con mover un dedo es antinatural. Como tratar de respirar bajo el agua.

Un gesto de cordura: no salí al descubierto, sino que me asomé, como hizo él. Decisión sabia tomada sin pensar; mis ojos se llenaron de astillas y polvo. La bala que disparó el asesino me cegó. Eché para atrás, mordiéndome la lengua, mi más sincero intento por permanecer en mis cabales, retando al pánico. Incapaz de verlo, deseé que siguiera en su huida. Que no viniera hacia acá. Todavía le quedaba un tiro.

Abrí el ojo. Como pude. Picaba. Nada me habría gustado más que cerrarlo y restregar bien fuerte. Me volví a asomar. Un carro lo estaba recogiendo. Con la espalda hacia mí, abría la puerta, metía el pie en el asiento de atrás.

Nunca le he disparado a una persona, va en contra de mis principios. Pero después de todo, no estaba pensando mucho. Soy campeón de tiro en el departamento.
 
No quise matarlo y eso era bueno para él, porque le habría acertado. La bala que disparé se hundió en su costado, haciéndolo gritar al cielo, que se le cayera el revólver, que en vez de entrar al carro, se desplomara dentro de él. Un tiro en el estómago puede tardar tres días en acabar contigo y, cuando lo hace, es porque tus jugos gástricos te envenenan. No es una muerte bonita. Es lenta y agónica. Muerto, el tipo no podía responderme nada. Lo que ahora quedaba era registrar los ingresos a los hospitales por herida de bala. En el abdomen. En sujetos masculinos. El asesino incompetente estaba marcado y me llevaría derechito a su patrón.

Si es que mi bala no rebotaba y se moría en el camino. Su tiempo empezaba la cuenta regresiva. No muy diferente al de Georgie, si es que todavía existía.
 

 

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