Todo El Mundo Miente


Georgie se presentó puntual a la mañana siguiente. Nunca nos reunimos para unos tragos, por supuesto y después de la morgue, se me perdió, a donde sea que se la pasa ahora. Con su fragancia de las últimas semanas, se me hizo obvio que la tentación más sencilla habría sido con alcohol, pero ni siquiera eso funcionó.

Hace varios años, tuve un vecino, un hombre sin defectos. Pagaba todas sus cuentas a tiempo, vivía con una esposa y dos niños. Perro golden retriever, casita de cercado blanco. Vestía de punta en blanco y organizaba eventos para la comunidad. Una mañana, sale de la puerta de su casa con los platos sobre la cabeza: la mujer está hecha una furia y lo quiere lejos, le bota la ropa sobre el jardín. Resulta que el vecino perfecto tenía tres amantes, cada una con hijos suyos. Siempre me desconfío de los tipos que no tienen problemas. Hasta hace unas semanas, Georgie era uno de ellos. Esta fractura en su personalidad es, si lo quieres, natural.



Esas cosas a veces degeneran en ataques psicóticos. A veces, no.


—¿No quieres discutir sobre nuestro altercado en el hospital? —le pregunté, a bordo del coche asignado.

—En realidad, no.

La versión corta: George colapsó bajo la presión y me dio un derechazo cuando le dije que, en realidad, no conoce a la mujer de la que está enamorado. Por supuesto que señalarlo no era mi lugar, pero no creo que amerite un puñetazo al hombre que te ha servido de apoyo en una balacera.


Aún así, sin resentimientos. Peores tipos con peores golpes me han atacado antes.


Llegamos a un parque de tráilers, escondido en el patio trasero de la ciudad. Como no teníamos ninguna pista sobre quién era la muerta sin nombre, nos tocaba hacer las rondas habituales. Si esa chica había caminado las calles prometiendo besos y satisfacción, había pasado por aquí. Las ánimas que vagan en pena, lo hacen juntas.


Una nube de polvo se levantó cuando aparcamos, envolviendo al coche. Llámalo estúpida vanidad, pero George y yo esperamos a que se disipara para descender, no vaya a ser que nuestros trajes y corbatas se pusieran mugrientos con el sudor de la calle. George no me hablaba, una postura absurda de matrimonio que no consigue cómo resolver sus diferencias. El cliché dice que el agente que te asignan como compañero es con el que estableces un matrimonio laboral y, aunque no es del todo cierto, las semejanzas son ineludibles. Él no lo sabría porque, a sus casi treinta años, seguía soltero. Una combinación de mala suerte con un pésimo gusto para las mujeres (todas muy guapas y, todas, un desastre).


En el Departamento de Nueva Noir le guardaban admiración, pero es que no lo conocen como lo conozco yo: si existe un agente que un día va a salir a la calle disparándole a todo el que se le cruce por el medio, ese es Georgie Mencken.


Toqué la puerta del tráiler más cercano. Un grupúsculo de niños nos vio, varios metros más allá, y se dispersó. Tendrían buen instinto de auto-conservación.


—Buenos días, señora —mostré mi placa—. Soy el detective Nino Frank, este es mi compañero George Mencken. Hemos venido a hacerle unas preguntas.


La mujer (peinado esponjoso, bata de dormir desgastada y transparente, bolsas pronunciadas bajo los ojos) ni siquiera estudió la placa. Se enfocó en mí, en Georgie, en mí otra vez. Del interior del tráiler venía el ruido de la televisión. Alguna telenovela sin inspiración.

George produjo la foto de la chica. Parecía dormida, sólo el que tenía malicia o experiencia sabría que se trataba de un cadáver.


—¿Ha visto a esta mujer por aquí?


La señora sacudió la cabeza.


Todo el mundo le miente a la policía. Es un simple hecho de la vida, nada personal. Si una mujer te considera su amigo, nunca serás su novio; siempre que una persona pueda elegir entre plástico y efectivo, preferirá un pago en efectivo; cuando la policía se presenta ante tu puerta, mientes. Normas tácitas.


—Véala bien, señora.

—Dije que no la conozco.

Los asesinos mienten por motivos obvios. Los testigos y los cómplices mienten porque creen que si no lo hacen, les irá peor. El resto de la gente, miente por principio. Sólo una rata ayudaría de buena gana a un agente de la ley.

Esta señora miente porque protege a alguien. A lo mejor a la propia chica, creyendo que está viva y buscada. A lo mejor a un hijo que se citó con la víctima —y si ese era el caso, lo protegería aunque lo hubiese visto llegar con las manos bañadas de sangre. Miente para proteger a algún ex-esposo, que todavía ama o que es peligroso y vengativo. Quiere protegerse de una comunidad que se abalanzará sobre ella si dice lo que sabe. En última instancia, la mentira existe para distanciarse de cualquier delito y de la posibilidad de ser llamada a testificar en una corte. Nadie quiere meterse en problemas.

—Le estoy viendo los ojos, señora —dijo Georgie—. Ni siquiera vio la foto.


Un breve vistazo a la imagen que pendía del pulgar y el índice de mi colega.

Sacudió la cabeza. Encogió los hombros. Con la boca vuelta una U invertida, volvió a sacudir la cara.

—No la he visto por aquí.


Sin que hagan falta las palabras, supe que Georgie quería echarle las manos a la peluca de esta mujer. Arrastrarla sobre la tierra, echarla en el carro y meterla en una celda por obstrucción a la justicia. Dormiría como un oso en feliz hibernación.

No había suerte. George se metió la foto en la chaqueta y dijo:
—Podemos regresar con una orden judicial que la obligue a testificar, ¿sabe?

La mujer me echó el ojo a mí. Se lo echó a él. Cerró la puerta y echó el cerrojo.

La glamorosa vida del justiciero de Nueva Noir.


El resto de los remolques (después del onceavo, perdí la cuenta) fueron iguales. Este era un vecindario pobre que no quería nada qué ver con una mujer dormida en una foto, en especial si realmente estaba muerta, como muchos inquilinos apuntaron al instante. Toda la mañana perdida y de vuelta al punto de inicio.


—¿Te parece si nos tomamos un par de copas en el almuerzo? —propuse.

—Nino, por dios. No quiero hablar. Y, ¿tú? ¿Tomando durante guardia?
—No te acuso si tú no me acusas.

George caminó al coche. Más lluvia se avecinaba, el sol se escondía, tintando toda la ciudad de dorado.


—No necesito a un psicólogo.

—Qué bueno que no soy uno —dije—. Mira, Isabelle dice que tienes mucho tiempo sin ir a cenar a la casa. Ya no sé qué más decirle. Quiere celebrar contigo la medalla que te quieren otorgar por salvarle la vida a Verne Vega.

No era mentira; desde hace mucho tiempo, Isabelle, mi mujer, trata a Georgie como una extensión de nuestro hogar. Como un desvalido cachorro que, si no come en nuestra mesa, morirá de hambre. Nunca le pusimos fecha a esa cena con mi compañero, esa parte sí la estaba inventando yo.


—No sé si sea una buena idea, Nino.

—Danos el beneficio de la duda. No sabe que peleamos, no le conté.

Unos pasos más allá, un hombre se detuvo. Ni George ni yo teníamos sentido arácnido, no sabíamos que este sujeto sacaba un revolver de su cazadora de jean. Nos puso en su mira, con calma, respirando lento, sin que el sol le afectara la vista. Disparó.



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