Victoria Insípida

Si yo fuera un héroe, no estaría vomitando.

Los héroes son invencibles, la sangre no les fluye por las venas. Son los colosos modernos.


Mírame. Tirado sobre las escaleras a la planta superior, vomitando ni siquiera comida, sino bilis, porque sólo me hago consciente del hambre cuando es tan intrusiva en mi cabeza que no puedo dejarla para otro día.


Con arcadas. Con los ojos llenos de lágrimas.


Si prestas atención, puedes oír a los moribundos en el piso de abajo. Con quejidos débiles, arrastrándose sobre el cristal y los casquillos.


La adrenalina sólo puede mantener a tu cuerpo a tope por tiempo limitado. Cuando se agota el reloj de arena, la biología te pasa factura. Sientes los músculos pesados, la espalda entumecida. Estás aturdido y se te va el aliento. Frente a mí, el mundo se ofusca, los sonidos descienden.


No. No, no, no, no, no.

Si pierdes la conciencia ahora, te matarán.
Nada se resolverá. La mejor forma de volverte un fantasma con mil asuntos pendientes.
¿O ya soy un fantasma y todavía no me he enterado?

Me muerdo la lengua. Con fuerza. Hasta que la saliva se mezcla con la sangre. El mundo poco a poco se reenfoca.


Oigo a la chica gemir de miedo en el piso superior y es a ese sonido al que me aferro. Mi maltrecho, mi terco y absurdo cuerpo se hunde en las profundidades del placentero desconocimiento y es a esa mano de princesa improbable a lo que me agarro, gritando burbujas de pánico.


Me recuerda a cuando me dispararon. Que me quedé en la calle tirado, rascando las paredes de lo que fuera que me permitiera seguir despierto. Cuando piensas que lo mejor es que descanses los ojos por un rato, las luces se apagarán para siempre.

Me levanto como puedo, un espantapájaros en sobretodo. Alguien se aparece del piso superior y dispara, levantando una nube de yeso a escasos centímetros de mi cara. La explosión, rotunda y sobrecogedora a tan corta distancia, me sacude el corazón. Si ese tipo hubiese usado una escopeta, como todos los del primer piso, en vez de una pistola, yo no estaría contando esto.

Mi primer disparo le aterriza en el hombro. El segundo en el cuello. Cuando llego junto a él, le pateo la pistola, lejos. No lo remato porque quiero que sepa qué se siente cuando todos sus sentidos te gritan que te han disparado. Con este, sin cretinos cerca, puedo darme el lujo.


Avanzo, dejando una piscina de sangre detrás de mí, con un hombre que me ve desde el suelo como una figura que se aleja entre los dedos de la mano que estira en mi dirección.


El ruido de la chica viene de esta habitación.


Abro la puerta de una patada y me echo a un lado, fuera de la línea de tiro.

No hubo disparo. No hubo provocación.
Sólo la voz de El Ruso, ronca. Una lija auditiva.

—Lo tengo enfrente justo ahora —dijo—. No. A todos, si llegó hasta acá es porque todos están muertos. Vete a la mierda, puto puerco.


Me asomé. Porque, en serio, no tenía sentido.

La chica estaba atada a una silla en el centro de una habitación sin amoblar, con papel tapiz verde oscuro. La luz que entraba de la única ventana dejaba en evidencia las motas de polvo flotando en el aire. El Ruso tenía el cañón de la pistola sobre ella, no detrás de su cabeza, sino hacia abajo; la bala la atravesaría verticalmente. Él hablaba por teléfono celular. Lo colgó y lo lanzó por la ventana.
Entré.
—Hola, Valentín.

Su cara era la de una estatua mal tallada, porosa, con surcos. Si sonreía, o se asombraba, o lo que fuera, nunca te darías cuenta.


—Llegaste por fin. Deseaba que lo hicieras. Quería que los mataras a todos para que pudiéramos entrevistarnos como es.


Yo no soy un caballero. La prostituta no es una damisela en desgracia y El Ruso no es el dragón dentro del castillo.


Esto sólo puede terminar como empezó. Con sangre.


Gulachnoff carraspeó.

—El adicto —dijo.
—¿Últimas palabras?
—Tú eres el adicto.
—Claro. Suelta a la chica. La mates o no, voy a joderte igual. Que la hayas traído no hace diferencia.

Frunció el entrecejo con un acceso de risa. Posó una de sus manos enguantadas en el cuello de la rubia, que seguía paralizada como si le hubiesen inyectado un veneno. Y sus ojos me hablaron. Me dijeron que yo le había advertido de esto. Que debió hacerme caso.


No mires a la chica. Mira al matón, a la escoria.


Por primera vez me doy cuenta de que Valentín está trajeado. Militar. Acorde a una guerra.

—Probaste la adrenalina, Stark. Y sigues en eso porque te gusta. Es el vicio del soldado.
—El perro de la guerra, claro. Deja ir a la chica.
—Mátame. Anda, dispara. Ya sé cómo termina la historia.

Me acerqué sin quitarle la mira de encima.

—Ya vienen —dijo Valentín—. Ahí vienen por los dos. Nos van a matar a todos y después se inventarán una historia cualquiera. Yo estoy preparado para eso. Desde el tanque. Enterrado en la arena, cuando debí morir. Todo lo que he hecho ha sido esperar.

El tipo se estaba descomponiendo. No tenía sentido nada de lo que decía. Creo que fue ahí cuando supe que la victoria gloriosa que yo esperaba no vendría nunca.


—Él fue el que te mandó a matar, Stark. Así que dispara, o te mataré yo. Y luego a ellos. Hasta que me maten a mí.


En la silla, la rubia estaba temblando.


—Dispara, Stark. Dispara, dispara, dispara, dispara…


No pude. Al menos no cuando él me lo pedía. Si lo mato cuando él quiere, hay menos sufrimiento. Y no tiene sentido para mí el matarlo si no hago que sufra. En aquel entonces, cuando entraba y salía del sueño, recuperándome en los oscuros intestinos de Nueva Noir, más que dolor, sentía rabia. Los odiaba por haberme hecho sentir tan asustado, tan miserable, por haber tomado mi vida de logros perfectos para convertirla en una ruina humeante y derruida. La única persona que me mantenía vivo era Chrysta, con sus cuidados y su paciencia, y yo le decía en mi agonía que esta rabia nunca se acabaría hasta que diera con el último de ellos.


Creí que así sería hasta ahora.


Gulachnoff gritó, alzando la pistola hacia mí y yo hice lo único que podía hacer. La bala le alcanzó un poco debajo de la tráquea. Trastabilló a un lado, alejándose de la chica, y halé el gatillo tres veces más. Él lo hizo una sola. Contra el suelo.

¿Era esto lo que estaba al final del camino? ¿La carretera de cadáveres que estaba cruzando llevaba hasta acá? Si así era, ¿por qué mi triunfo era tan insípido?
Afuera, el ruido de motores. Vehículos llegaron.

Gulachnoff gorgoteó sangre.


—Nadia. Я наконец прихожу домой.


Mi sombra se derramó sobre él. Le descargué ambas pistolas. En este pueblo sólo hay espacio para un hombre muerto caminando.


Ella miraba. Aunque no estaba amordazada, estaba silente, haciendo lo correcto, que era no atraer atención hacia sí. La desaté, dejando las pistolas en el suelo.


—Los que vienen son más —dijo ella—, vienen armados, Matthew.

—Se me acabó la munición.
—No, no, escucha.

Se puso de pie antes de que las sogas tocaran el suelo.


—El hombre que habló por teléfono con El Ruso es el que te quiso muerto.

—No. Era él, era Gulachnoff.
—Matt, escúchame. Me lo dijo a mí. Me dijo que venía a terminar lo que comenzó, porque no le habías dejado opción. Ha estado manipulando a la mafia, la heroína no es ni siquiera de los rusos.

Entraron en la casa. Estaban en el piso de abajo.


—¿Por qué te dijo todo eso, te lo dijo así como así?


Sacudió la cabeza.


—Los escuché discutir por el teléfono. El Ruso estaba asustado y cansado de las amenazas. Le gritó al otro que si nunca hubiese tocado a Stark, nada de esto estaría pasando.


¿El Ruso asustado?

Los pasos venían por la escalera.
Corrí a la pistola de Valentín, una vieja tokarev. Escondiéndola a mis espaldas, apunté a la entrada.

Primero vinieron los sonidos. Luego las sombras. Por fin, dos hombres comando, dos SWAT entraron con fusiles de asalto.

—¡Suelta el arma!
—¡Bájala!

Estaba loco, pero igual. Obedecí.


—Matthew Stark, estás bajo arresto —dijo el primer SWAT.


¿Así que era él? Joseph Shaw. ¿O era Walt Miller?

Esa risa que venía del pasillo.

Lo supe antes de que hiciera aparición. La sospecha que siempre albergué en mis pesadillas y que nunca me atreví a confrontar porque vivir en un mundo donde no era así me gustaba más.


Él. Todo este tiempo, el único que pudo hacerlo. Él.

Sonrió con una mano en la barbilla, con el lenguaje corporal que ponen los buenos amigos que se consiguen cuando ha pasado demasiado tiempo.

—Qué lástima, Matthew —dijo Vernie Vega.













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