Las Cavidades del Terror

No puedo decir que no lo vi venir. Siempre tuve el temor, más que la sospecha. Sólo Verne Vega era capaz de entramar una red como aquella, contando con todos los elementos necesarios, tanto materiales como de personalidad, pero igual, el hombre es el único animal que se sorprende con lo que sabe que va a ocurrir.

Algo no cuadraba. Si en los buenos tiempos, él y yo establecimos una estrecha amistad era porque Vernie era la única persona que despreciaba al delito tanto como yo. Uno de sus principales puntos fuertes durante la campaña era que venía de una familia de delincuentes profesionales. Alejándose del negocio familiar, Vernie fue a la universidad, vivía de acuerdo a la ley y comprendía las calles porque había visto el lado bonito y el lado oscuro desde adentro. Estaba dispuesto a usar los métodos más bajos para pelear contra los monstruos en su propio terreno. Si él estaba detrás de mi atentado, lo más seguro era que estuviese tras la heroína y eso no tenía sentido. Significaba que, teóricamente, tenía que odiarse a sí mismo con furia vitriólica.

—Siempre tuve la esperanza de que esto terminaría distinto —dijo abriéndose la chaqueta, dejando ver a una pistolera.

Dos SWAT se acercaron. Uno me sujetó, llevándome las manos a la espalda. El otro repitió el acto con la chica.

—Lo curioso —continuó— es que desde que te fugaste del hospital, siempre supe dónde estabas. Nada pasa en esta ciudad sin mi conocimiento. Siempre supe de Chrysta ayudándote, de tu recuperación, de tu localización exacta entre la basura. Me figuré que, bueno, de repente Matty se marcha tan pronto se sienta mejor. Toma la decisión correcta. No lo volvemos a ver por aquí y todos son felices para siempre, conservo a un amigo. Pero cuando empezó el tiroteo, supe que tenías que ser tú. Me tomó media hora confirmarlo, además de dónde estabas, cuál era tu apariencia y a dónde te dirigías.

Se sacó una pistola del correaje.

—No puedo ni siquiera decir que estoy decepcionado, Matt. Esa es tu naturaleza. Eres como yo.

Se acercó al cuerpo de Valentín, haciendo las tablas del suelo crujir bajo sus zapatos de petróleo pulido. Se puso en cuclillas, entre la chica y yo, frente al cadáver, con la pistola reposando entre las rodillas.

—Felicidades. Pusiste fin a la mafia rusa. Harías un excelente alcalde.

No quería hacer las preguntas de rigor. Te explico que ya me sentía demasiado estúpido, burlado como en una novela barata de detectives, como para preguntar “¿por qué?”

No existía un motivo, porque los motivos son creación del cine, de la ficción, están ahí para hacernos creer que la vida tiene coherencia. La verdad es que hay miles de personas allá afuera que salen a matar porque quieren. El diablo no necesita de un móvil para hacer su labor.

—Lo importante, Matthew, es salvar todas las vidas que podamos ahora. Dime, ¿alguien más sabe de la heroína?

Callé.

“Salvar todas las vidas que podamos”. Eso quería decir “dime si eres un chivato, porque todo el que lo sepa va a morir”.

Y yo que solía confiar en este hombre como en un hermano.

Se irguió y me miró a la cara.

—Vamos —dijo—. Dime si alguien más lo sabe. Esto es más grande de lo que te imaginas.

—Yo creía en ti, Vernie. Y terminaste siendo otra escoria corrup…

—Por favor, Matt, guárdate el discursito. No tienes ni idea de lo que está pasando. Has ido por ahí, matando a los malos a medida que van llegando, “El Vengador Anónimo”. ¿De verdad crees que yo me reduciría a traficar droga por un puto porcentaje?

Y entonces, todo cobró sentido.

Era horrible, inimaginable. El peor escenario desenlazándose ante ti.

Vernie Vega se había vuelto loco.

La droga tenía un nivel de pureza suficiente para matar con el menor contacto. No tenía sentido sacarla a la calle y matar a todos tus clientes, pero un hombre como Vega sí podía verle beneficio; ocultándose detrás de la mafia rusa, detonaría esa bomba atómica hipodérmica. Todos los yonquis y parásitos de la ciudad comprarían un beso de la jeringa y terminarían muertos demasiado rápido como para que se corra el rumor. Un asesinato en masa organizado por el estado. Verne obtendría un año y medio de calles limpias, habiendo eliminado al narcotráfico de Nueva Noir, con sus delitos colaterales. Se garantizaba otro período en el poder, además de un pase a los libros de historia como “el hombre que limpió la ciudad”.

¿A cuántas personas era capaz de matar para vivir en la utopía que soñaba? ¿Y a cuántas había matado ya?

Le bastó ver la descomposición de mi rostro para sonreír con discreción. Como lo haría un joven Satanás.

—Ahora lo entiendes —dijo.

La política civilizada para los adictos es que ellos son víctimas. Cuando se captura a un adicto, no se busca su encarcelamiento sino su regeneración. La adicción es una enfermedad y el drogodependiente necesita de toda la ayuda que pueda.

Vernie quería desaparecer a los adictos porque muerto el perro, se acaba la rabia.

Y recordé lo que me había dicho minutos atrás. “Esta es tu naturaleza. Eres como yo”.

Con una mano acunada en el bolsillo, miró a la chica. Le acarició una mejilla y ella rehuyó a su toque como si fuera radiactivo.

—Y tú —dijo—. Te traen para que ayudes a enfriar a Matthew y mira cómo todo terminó. No pudiste ser más inútil.

Con un paso hacia atrás, le apuntó al pecho.

Las explosiones fueron mudas. Estoy seguro de que gritaron por toda la casa, pero yo no las oí. Sólo veía a Vernie de espaldas, el brillo que salía entre él y la chica, los casquillos escupidos a un lado y la expresión de ella, con los ojos desorbitados, detrás de una delgada capa líquida. Se escurrió de los brazos del SWAT como se escurre el sueño que siempre has deseado, lejos de tus manos.


Grité. Corrí. Me liberé del policía y la abracé.


Estaba hermosa, con sus labios de porcelana apenas brotando de rojo. Una de sus manos estaba en su pecho, cubriendo a un lunar rojo que se expandía, se expandía, hasta gotear bajo nosotros. Le agarré esa mano. La apreté. Su sangre estaba caliente.

—No, no, no, no, no —sollocé—. Zoe. Zoe, no te vayas.

Separó su mano de la mía y la reposó en mi cara.

—Está bien, Matthew —dijo—. No me duele.

Mi primera lágrima le aterrizó junto a la nariz. De ahí, cayó por debajo de su pómulo.

—No me dejes —rogué—. Por favor, no me dejes.

Cerró los ojos, desnudando su sonrisa. Sus dientes estaban rosados, rojo intenso entre cada uno. Su mano cayó.

—Por fin la encontré —susurró—. Paz.

Sus hombros ya no se movían. De su boca, débiles hálitos escapaban, como los de un pájaro que muere entre la nieve con las alas rotas.

La abracé, bien pegada a mi pecho, tratando de mantenerla todavía caliente con la calidez de mi propia vida. Supe que esto terminaría así y hasta se lo dije. Pero, como con Vernie, quise creer que no, que las cosas tendrían un final feliz. Traté de engañarme, alejar la cara del tren que venía a toda marcha.

Me quedé con ella entre brazos porque soy un desgraciado y una ruina, pero no iba a permitir que muriera sola.

Crees que ya conoces las cavidades del terror cuando una trampilla se abre bajo tus pies, hundiéndote a nuevas profundidades.

—Lo siento, Matt —dijo Verne—. La puta tenía que irse.

Nadie nunca lo sabría, pero en ese instante mi callado llanto cambió de motivo. Ya no era por lo que le había pasado a Zoe, sino por lo que le iba a pasar a Verne cuando yo diera con él.

Alguien se puso de pie a mi lado. Me ordenó que me levantara, o algo por el estilo.

Me forzó a ponerme de pie y cuando el cuerpo inerte de la chica se separó de mí, una parte de mi espíritu se fue con ella.

Era Mick. El sátrapa de Verne.

—¿Vas a darme problemas, vengador?

Mi moral estaba por el piso. Me habían disparado siete veces y por mucho que te salves, tu cuerpo nunca vuelve a ser el mismo. Este tipo, Mick, era un elefante esperando una excusa para pisotearte. La mera idea de pelear contra él era el primero de los golpes.

Eso no lo detuvo.

Me machacó a martillazos de hueso, meciéndome como a una muñeca de trapo y cuando caí sobre las tablas, no sé cuánto tiempo después, Vernie volvió a ponerse de cuclillas ante mí. Señaló con la mano a un gnomo de malas pulgas entre la multitud de agentes de asalto. Lo vi con ojos entrecerrados.

—El castigo —dijo— no ha hecho sino empezar.

El sonido se ofuscó y la película se fundió a negro. La realidad se hizo demasiado intolerable para seguir despierto.



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