Una Profecía Cumplida

El plan empezó a salir mal desde el mismo momento en que llegué.

Para empezar, Gulachnoff estaba en el lugar. Una casita de mierda en las afueras, de dos plantas junto a una laguna, el lugar más bonito para que viva una familia arquetípica, sólo que esta estaba llena de monstruos y tiburones. En el sótano, barriles tras barriles de heroína, en túneles cavados en la tierra, en compartimientos tras las paredes; era el palacio de la droga y existían por lo menos seis otras casas con las mismas características.


Metí el carro entre los bosques e hice el resto de la caminata a pie, entre los árboles, con las botas llenas de tierra, polvo y sangre. Una pistola en cada mano, como los nuevos puños que el dios de la guerra me había otorgado.


No.
Si un dios me auspiciara, no sería un dios de la guerra. Sería de la carnicería, de los muertos que quedan ahí cuando se disparó el último tiro.

Miré, entre las ramas, como acecha el depredador.


El Ruso estaba llegando en su mercedes benz. Eso fue lo primero que debió disuadirme del plan. Venía otro carro lleno de hombres armados, una escolta adicional sumándose a una escena que sólo tenía lógica si El Ruso estaba alertado de mi presencia en esa casa específicamente. Alguien se había ido de boca, quizá El Dandy, quizá su guardia amigo, quizá cualquiera. A estas alturas, los enemigos me aparecen de debajo de las piedras como insectos.


La segunda mala noticia era que la chica, la rubia, estaba ahí. El hijo de puta estaba enterado de que ella y yo teníamos un vínculo y era por ahí que decidía atacarme. Porque sabía que aún si la chica y yo no teníamos ningún nexo fuerte, de todos modos no pondría en riesgo la vida de una inocente.


Gulachnoff era un zorro viejo, de sangre fría y tan peligroso como el tamaño de su paranoia.


Esas eran tácticas de la guerra fría, de la KGB. Alguien le había dicho que Matthew Stark estaba en camino, con toda probabilidad a celebrar otra balacera, y él, en vez de sacar la heroína a toda velocidad y quemar la casa, mete a todos los hombres armados que puede adentro, él incluido. Me estaban esperando. Con la boca espumeando y los gatillos hambrientos, estaban esperando a que yo cometiera el error de presentarme. Un hombre como El Ruso, como Valentín, no creía en la complacencia de sus antiguos camaradas retirados. Para él, la guerra fría nunca terminó. Lo que cambió fue el campo de batalla.


Ocho hombres armados haciendo patrullas en las afueras, andando de acá para allá con escopetas y subametralladoras. Eso quería decir que por lo menos otros ocho estaban dentro, alertas a la menor señal.


Un asalto frontal era una locura. Me lo repetía mientras hacía exactamente eso, a plena luz, sin la pena, el miedo o la cordura que lleva al sigilo. Aparecí de entre los árboles con las armas levantadas como un portento del apocalipsis.
Porque quizá ese maniático que sale de vez en cuando en las noticias, “armado y peligroso”, matando a docenas antes de que lo matan a él, quizá ese tipo soy yo. Me quedé observándome como un tercero, convertido en todo lo que me dijeron que llegaría a ser. Soy una profecía cumplida. Soy furia, fuego e hielo. Guárdate tus palabras y tus rezos. Matthew Stark ya no está dentro de esta mente.

Ir de frente, disparando y sin cubierta, era lo último que ellos esperaban que hiciera. “Habría que estar loco”, tenían que pensar, y estarían en lo cierto. Y por eso fue que funcionó.


Ahí, en el patio de esa casa rodeada de verdor, con el sol convirtiendo a la laguna en un mar de mercurio, todo volvió a ocurrir. Las mismas escenas de la misma película, con diferentes actores. Los rostros de los hombres que reaccionaron un segundo demasiado tarde antes de que una de mis balas les partiera la cara en dos, levantando sus inútiles cañones al cielo y dejando que éstos gritaran su obituario. Los que disparaban con los brazos estirados hacia el blanco, con las bocas abiertas, tal vez gritando, tal vez llorando, los ojos desorbitados, doblándose sólo cuando el estómago se les abre y las tripas se les escapan. Los que en medio del caos disparan a sus amigos, empujados por la pequeña esperanza de que el tiro final sea el de ellos. Los que están en el suelo con las bocas llenas de sangre y la mirada apagándose un poquito a cada segundo, luchando por absorber un hálito más hasta que ya no son capaces ni de eso.


No sé cómo lo hago.

Cuando salí de la universidad, cuando me matriculé y entré en la fiscalía, sólo quería ser uno de los buenos.

Ahora sé que reconoces a los novatos por ese idealismo.

Encarcelé a un millón de asesinos, a violadores, a traficantes, como un médico que trata con medicina temporal a un virus incurable. ¿Quieres saber qué descubrí que funciona con los asesinos de esta ciudad? Matarlos.
Diez segundos puede sonar como poco tiempo, pero en un tiroteo son toda una vida. Caminé entre los cuerpos y los casquillos, matando a los que todavía se movían porque yo mismo soy un cabo suelto y mira en lo que me convertí. Desde la casa me veían, envuelto en el abrigo de cuero, levantando una de las berettas a ese bastardo que se agarraba el pecho con una mano escarlata, tratando de subir los escalones del porche con lo que la otra mano le permitía arrastrarse. Que no salieran por mí me dijo una sola, pero contundente cosa: los hombres de adentro no eran esta escoria callejera. Eran soldados que sabían pelear, seguramente todos con escopetas, sabiendo que el espacio reducido les daba la ventaja. El que todavía quedaba vivo ya llegó al porche, dejando un camino de sangre como deja el rastro un caracol. Me miró, con la frente perlada de sudor, con los ojos enrojecidos. Esa expresión de que esto no me puede estar pasando a mí que reconocí al instante, porque yo mismo la tuve.
—Stark… Stark… para… escúchame.

Me miró agigantado desde el suelo, con un dedo de hierro apuntándole a los ojos.

—Le ponen miras a las pistolas por una razón.

La corredera de la beretta dio un salto hacia atrás, vomitando un casquillo de nueve milímetros.

Recargué ante la puerta.
Cuando dispararon, esperando que los perdigones atravesaran y dieran conmigo al otro lado, yo no estaba ahí.


Desde uno de los lados del marco apareció mi mano. Disparé tres veces, a ciegas, sin tener por qué hacer impacto a menos que hayan estado ansiándome con el corazón temblando, los eyaculadores precoces de la guerra. No le di a nadie. La élite de El Ruso no me decepcionó.

—Ждите его, чтобы прибыть!

—Обрамляйте сукиного сына!

—¡Les voy a ofrecer un trato!

Ante los ojos del que descubre que sale de un sueño para entrar en otro, crucé el umbral de la puerta.

—Стреляйте его! —gritó uno.

—Нет, ждите!
—Bien, idiotas. Cuentan con dos opciones: se van o se quedan. Los primeros, dejan sus armas, levantas las manos al cielo y corren rápido, sin mirar atrás. Los que se queden, vayan haciendo las paces con Dios.

Hubo un breve momento en el que las respiraciones se contuvieron. Luego uno dijo algo, otro contestó y rieron en grupúsculo, medio cubiertos por mesas y puertas abiertas.

—De verdad que no puedo creer… —empezó uno sin acento.

—No he terminado. Los que se vayan, se quedan afuera. Entiendan que esta pequeña misericordia la cedo porque no quiero perder más tiempo entre la muerte de El Ruso y yo. Pero si vuelven, me desprecian la piedad. Los cazaré y a cualquiera que me traigan, cucarachas, porque, verán, para ustedes, esta es la horrible tarde en la que casi se mueren; para mí, es sábado.

Afuera, los pájaros habían dejado de cantar. Como cualquier criatura cuerda, abandonaron las cercanías tan pronto se hizo la tensión.

Del piso de arriba se oían pasos.

El sol estaba empacando las maletas, tampoco se quería quedar a ver lo venía a continuación.

Muy a pesar de cómo todo comenzó, no me podía quejar. La matanza iba a pedir de boca. Casi empezaba a creer que saldría de aquello fumándome un cigarro, sobre un unicornio, con un arcoíris de fondo.
Menos de una hora más tarde, estaba en el suelo, con la boca ensangrentada, desarmado y la suerte riéndose de mí y echándome el humo de ese cigarrillo que yo quería en la cara.

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