Mini-Capítulo: 12 y 1/2

“En la línea del deber”. Suena impersonal. Como que ocurrió muy lejos, donde la sangre no te puede salpicar.

Georgie Mencken, detective del departamento, sufrió dos golpes esa noche. El primero ya había pasado. Estaba caminando por los pasillos de la alcaldía de Nueva Noir, un palacio con falsos aires de grandeza, un grito desesperado rogando respeto a una autoridad distinta a la del bajo mundo. Llevaba el brazo en cabestrillo y un pequeño vendaje en el lado izquierdo de la frente, donde los cristales del carro le cortaron, al voltearse y sacarlo de combate. Había visto a Matthew, había visto a los Karamazov y habían abierto fuego contra él. Lo último que necesitaba eran los regaños de Nino.


Fue en el hospital. Tenía una memoria muy vaga de cómo había llegado hasta ahí. Recordaba a Stark escapando hacia la noche. Recordaba la llegada de otra patrulla y luego una ambulancia. Siguiente escena, lo están metiendo en un hospital, diciéndole que no puede volver a la calle, que tienen que atender sus heridas.


—Yo no estoy herido —dijo, trató de levantarse y se percató de que sí lo estaba.


El brazo. Moverlo había despertado al dolor. Gritaba a la vez que le roía los huesos alrededor del codo.


—¿Era él? —le preguntó Nino mientras le ponían reparo al brazo.

—Sí —Georgie se tragó un par de analgésicos sin parpadear.
—¿Estás seguro? Porque…
—Nino. Era Stark.

Se levantó tan pronto los médicos terminaron con su show. “Usted necesita reposo” repitieron. Georgie abandonó la sala. Los doctores nunca entenderían lo que él les tenía que responder.


Pero Nino, detective con el que había trabajado desde su ingreso a Homicidios, lo conocía, sabía lo que habría respondido. Sabía lo que estaba a punto de hacer.


El pasillo del hospital era de antiséptico blanco, de esos con suelo de ligero color crema, con doctores aquí y allá, caminando con tablas en las manos y ridículas zapatillas plásticas en los pies. En el respetuoso silencio del edificio, los pasos de ellos sonaban como una marcha bélica. ¿Y por qué no? Quizá eso mismo era.


—Geor--- —Nino chocó contra una doctora—. Disculpe… ¡Georgie! ¡Para, mierda!

—Caballeros —llamó la doctora—. Esto es un hospital.
—Discúlpeme —Nino repitió en el mismo tono que empleó la primera vez. Se detuvo de lado para hablar, pero el otro detective continuó hasta el ascensor, con su camisa de botones manchada por la mugre callejera y la mala leche.

Georgie lo vio corriendo hacia él, como el acto de una obra que está a punto de terminar, las puertas del ascensor cerrándose para dejarlo en el pasado.


Nino consiguió filtrarse dentro de la caja. Jadeaba.


—¿Qué mierda te pasa? —preguntó— ¿Te está afectando el golpe en la cabeza?

—Tengo que detenerlo, Nino. Antes de que sea tarde.
—¿Tarde? Georgie, tenemos a un pistolero salvaje en las calles. No veo cómo esto puede empeorar.
—Sí puede.

Los botones sobre las puertas brillaban, uno a la vez, con el ritmo de lentas respiraciones.


—Sí puede. Imagínate lo que pasará cuando Matthew vaya a Chrysta. Porque lo hará.

Nino guardó silencio.
—Los que quisieron matarlo esta noche volverán a intentar. Si lo hacen cuando está con ella… ¿entiendes lo que quiero decir?
—Esa mujer…

Georgie centró su vista en él.


—¿Qué con ella?

—Georgie, eres mi amigo, pero esa mujer…

Las puertas del ascensor se abrieron. Georgie penetró en el lobby, una fuerza indetenible en moción al exterior, al parking, a la lluvia que había brotado mientras él reunía sus fuerzas para una nueva función.


No tenía llaves encima. El accidente. No tenía cómo desplazarse.


Nino salió también a la lluvia. El viento sacudía su corbata, le obligaba a sujetarse el sombrero.


—Tengo que hablarte de Chrysta, George —jadeó—. Ella…

—No quiero saberlo. Necesito tu carro. Y tu pistola.

Nino Frank no entendió al principio lo que había escuchado con perfecta claridad. No le tardó darse cuenta. Su amigo se estaba hundiendo.


—George, ¿qué estás haciendo? No seas, por favor, no seas un héroe. Piensa en que---


No vio el puñetazo. Ni siquiera lo sintió. Estaba inconsciente bajo la lluvia en el asfalto, con las manos de su confiado camarada revisándole el abrigo y la pistolera. En ambos sitios consiguió lo que buscaba.


Georgie condujo. Le empezaba una migraña de espectáculo, pero no tenía tiempo para la farmacia y las pastillitas. En retrospectiva, no habría estado mal pedirle más analgésicos a los doctores aquellos.


Y ahora estaba en la alcaldía, ignorante de que el segundo golpe estaba por suceder.


Iba al despacho de Verne Vega cuando Vernie salió. Con su comitiva a espaldas, los fotógrafos se abalanzaron sobre él como buitres sobre la carroña, con picos de flashes luminosos. La frente le brillaba de sudor. Tenía el rostro marcado por las batallas del día. Caminaba hablando, pero sin mirar a nadie al rostro. Decía que no podía declarar y lo repetía cambiando las palabras. No vio a Georgie hasta que lo tenía a un par de pasos.


—Pero por dios, Georgie, ¿qué te ha pasado?

—No es nada. Tenemos que hablar.

Caminaron juntos, arrastrando la cola periodística.


—¿Es sobre Matthew? —preguntó Verne.

—Ojalá y no fuese así. Tenemos que capturarlo. Y pronto.
—¿Es un chiste? Es lo único que he oído durante horas.

Vernie miró hacia atrás. Procuró bajar la voz.


—Me cuesta creer que sea él el que está recreando a la inquisición, ¿sabes?

—A mí también. Pero es él; hablamos cara a cara hace unas horas. Ni siquiera parece el mismo hombre.
—¡Detective! ¡Detective, puede declarar sobre su encuentro con Matthew Stark?
—¡Detective! ¿Fue Stark el que le ocasionó la fractura en el brazo?

Vernie suspiró con solemnidad.


—Tienes que bajar la voz cuando estos andan cerca —dijo.


Georgie iba a contestar, pero volteó hacia las cámaras, protegiéndose el rostro de los flashes con una mano. Fue un instante breve, aunque cuando ocurrió, el tiempo se detuvo. Ahí estaba. Uno de los periodistas dejó a su cámara caer con demasiada intención para ser un accidente. Se llevó la mano al interior de la chaqueta. Lo siguiente que venía era obvio, por inverosímil que pareciera.


—¡Verne, al suelo! —gritó y empujó al alcalde al piso.


Un primer disparo, espantando a los periodistas, cortando el aire hasta hundirse en la pared con una explosión de polvo. Georgie ya estaba apuntándole al sicario durante los inefables segundos que anteceden a la segunda detonación. Esta vez, fue Georgie el que disparó.


Una vez.


Dos veces.


Tres veces.


El sicario estaba en el suelo, con un borbotón de sangre emergiéndole de entre los labios. La camisa se le había pintado con su vida roja, escapándosele demasiado rápido, demasiado fría.


Vernie siguió confundido en el suelo. Los periodistas corrieron, salvo los más astutos, que se quedaron para fotografiar al héroe policía.


Pero Georgie Mencken, que nunca había accionado su pistola contra nadie, no se sentía más héroe que cuando Matthew Stark se le escapó de entre los dedos. El segundo golpe, el golpe de la realidad. Ahora entendía lo que Nino no pudo decirle. Dejó caer la pistola al piso. ¿Fue así como cambió Stark?


El sicario se ahogó, bajó la cabeza y murió.


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