
El Dandy miente. Dicen que el diablo es el príncipe de las mentiras; no podrá subir el escalón mientras El Dandy siga existiendo. Yo lo sé, el diablo lo sabe y con esa sonrisa de tiburón, El Dandy también.
—Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que nos consiguiéramos —digo.
Me llevo las manos a la nuca. Cuando El Dandy habla, me quedo muy quieto y muevo los ojos, entre cada uno de sus esbirros. Es una táctica clásica: distrae a alguien hablando mientras el verdugo se posiciona para la gran estocada.
—Yo te hacía en Ciudad de Ángeles. Al otro lado del país. O en Castilla, en Bretaña. Sumergido en El Viejo Continente, donde nunca diéramos contigo.
Puedo ver al menos a seis matones, lo que significa que debe haber seis más a la espera de que algo salga mal.
Y entonces, la noción aterriza en mí.
Si El Dandy pactó de alguna manera con los Karamazov, no tiene objeto que me saque de la trampa mortal en la que me tenían. O El Ruso estaba detrás de esto, o era El Dandy. No era una confederación de escorias, no existía el Sindicato del Crimen. No estaban cooperando entre sí.
Comprendí por qué estaba ahí.
—Ven conmigo, Matthew —dijo él—. Vamos a hacer negocios.
Dio media vuelta y se sumergió en las tripas de un almacén. Me desarmaron a las malas, me empujaron hacia el jefe y caminaron dando pasos bien firmes a mi alrededor. Para que no se me olvidara que no podía repetir la hazaña de John Huston. Apenas tendría espacio para un movimiento en falso. Con tantas armas apuntándome, ni siquiera me llegaría a doler.
Andando con El Dandy en su hábitat natural, me recordé de la vieja historia de esta ciudad. Cómo miles de inmigrantes llegaron después de las Grandes Guerras. La mayoría de ellos construyó a sus vidas como lo hace la gente honorable, pero otra porción se dedicó a negocios sórdidos. Y los tratos se hacían en lugares como este, donde podían retirarte del oficio si te mostrabas demasiado terco, demasiado estúpido o demasiado ambicioso. Él seguía hablando, contándome de las noticias en la ciudad, con tono gentil, amistoso. Como si yo no fuera su rehén sino su invitado. Supongo que es por esto que le dicen así. Al final de la historia, no es sino un narcotraficante y un asesino, pero por el modo en que habla, por sus modales, podría ser un hombre de negocios, como los grandes jefes de esas mafias creadas por inmigrantes. Tiene sentido que la reunión sea aquí.
En un apartado, entre anaqueles de comida enlatada (de los pocos negocios legítimos de El Dandy), una mesita. Una botella en el medio, dos copitas al lado.
—Si hubiese sabido que esta sería una cena romántica, me habría vestido de gala.
—Chistoso, Matt. Me agrada un tipo con sentido del humor. Toma asiento.
Tuve un flashback, sentándome bajo esa luz amarilla y sucia. Algo así decía Huston antes de que le reconfigurara la cara unas horas atrás. Por supuesto, no le dije eso a El Dandy.
Se sentó frente a mí y sirvió los tragos.
—A tu salud —brindó.
Le seguí la corriente. Una mujer, sin duda la amante de turno, se acercó con un cigarrillo y un cenicero. Todo tenía el estilo de una desaparición forzada, tan comunes entre los que están acostumbrados a desconfiarse entre sí. Te hacen sentir como en casa, te hacen creer que vas a salir vivo de ahí. Siguiente escena, te están velando y tienes puesto un traje barato.
Muy difícil no vivir en paranoia. Yo también vi Goodfellas.
—Hay algo que no entiendo —digo—. ¿Por qué la apariencia? ¿Por qué el trago, por qué todo esto? Hablándome como si fuésemos a discutir la compra de una casa y no un asesinato o lo que sea que me vas a pedir.
—¿Qué te hace pensar que te pienso pedir algo?
—O es eso, o uno de los tuyos va a matarme en cualquier momento.
Asintió y le dio un toquecito a su cigarrillo con el borde del cenicero.

—Se me quitaron las ganas.
—Como quieras. El punto es, Matthew, que en Nueva Noir te haces fuerte o amaneces tumbado sobre una alfombra de sangre en la acera, ¿me entiendes? Y cuando manipulas las vidas de tantas personas, corres el riesgo de perder el foco. Te vuelves loco, un maniático, un auténtico asesino. Como Capone o El Ruso maldito.
Entrecrucé los dedos de mis manos esposadas.
—Me estás tratando de convencer de que tú eres distinto de Gulachnoff —digo.
—Lo somos. Sí él te hubiese capturado, ya estarías muerto. ¿Quién crees que ordenó a los Karamazov?
Encogí los hombros. Tomé la botella y me serví otro trago. El licor me bajó por la garganta como gasolina de tractor, como la sangre del diablo.
—A este punto, pudo haber sido cualquiera. Incluso tú.
El Dandy rió.
—Pero no fui yo, Stark. Todo esto, la etiqueta, la cortesía, puede parecerte una ridiculez. Pero es con estas cosas que trato de mantener los pies en la tierra, enfocarme en otra cosa que no sea matanza. Porque sin educación, soy el mismo niñato idiota que llegó a este país sin papeles hace tantos años.
Se levantó. Al momento, la amante acudió, protegiendo al hombre de poder con el calor de su abrazo.
—No necesito que seas mi amigo. Pero el trato que te ofrezco te conviene demasiado como para decir que no.

Me sorprendió escuchar que sí había oferta, después de todo.
—Yo te armo, te doy un carro, te otorgo todo lo que necesites y a cambio, tú completas tu venganza.
—Mi venganza.
Asintió. La amante se apresuró a servirnos otros tragos.
—¿Y a quién dirijo esa venganza, Jackson? —digo.
Se acercó. Tomó la copa que le dio la mujer. Me señaló con ella.
—Yo sé quién te mandó a matar —dijo—. Gulachnoff es el hombre que has estado buscando.
Era la respuesta simple. Demasiado sencillo. Las cosas en la vida rara vez tienen tanta ingenuidad.
—¿Cómo sabes que fue él? —pregunto lo obvio— ¿Cómo sé que no fuiste tú?
—No tienes más que mi palabra —apuró el trago. La mujer cogió la copa vacía—. Pero tuvo que haber sido él. Desde que desapareciste, ha estado a la espera de que aparecieras. El que siguieras con vida lo jodía mucho, ¿sabes? Yo, yo seguí con mis negocios y mis cosas. Pero él siempre tenía a alguien detrás de ti. Cree que sabes algo de su almacenamiento de heroína. Por eso te mandó a matar.
—Almacenamiento. ¿Cuál almacenamiento?
La mujer me ofreció la copa. La agarré por inercia. Lo que decía El Dandy podía ser otra mentira. Pero tenía tintes de verdad.
Chasqueó los dedos y un hombrecito de huesos de pollo se apareció. Traía diminutas varitas de metal en un envoltorio de seda.
—Valentín tiene ya demasiado tiempo comprando heroína que no está sacando a la calle. Es demasiada como para sí mismo o amigos, o lo que sea. Debe tener suficiente para todo el estado a estas alturas. Verás, el negocio de los narcóticos es cambiante. A veces tienes proveedores y a veces no, y es entonces cuando se te van los clientes. Créeme que ha habido períodos de sequía que habrían cuadruplicado la fortuna de El Ruso. Pero él no saca su heroína a la calle.
El hombrecito metió sus ganchos en mis esposas. Un momento después, mis manos eran libres de nuevo.
El Dandy se inclinó sobre la mesa, de frente a mí, con las sombras de su rostro escondiéndole las facciones bajo esta luz artificial de mafiosos.
—Quiero que te infiltres en los depósitos de El Ruso y mates a todos los que puedas. Si puedes, averigua por qué está guardando tanta droga. Si algo te pasara, por supuesto que no tendrás vinculación conmigo y si tienes éxito, nadie tiene por qué saber que yo te ayudé. Confirma que él ordenó tu atentado. Lo que necesites para esa matanza, yo te lo doy.
Me tendió la mano.
—Contarás con un carro, las armas que quieras y munición infinita, Matthew. Lo único que tienes que hacer es ir por ellos.
En mi situación, esto es lo más cercano que llegaré a estar del apoyo corporativo.
Le estreché la mano. De ahora en adelante, el sultán del delito y yo somos socios.

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