
Un par de meses antes de que mi carro fuera interceptado por los de mis asaltantes y todo se fuera a la mierda en una explosión de pólvora, estaba investigando a un caso. Estafa agravada. Un tipo se había aprovechado de la confianza que ciertos inversores le habían dado para depositar el dinero de ellos en una cuenta a la que sólo él podía ingresar, borrando posteriormente las pruebas de que el capital no había sido suyo. Investigamos las denuncias, consultamos con fuentes y paramos en el culpable, que termina tras las rejas. Este tipo, Ilich Zanaievski, tenía contactos con la mafia rusa, no dentro de las filas del ruso sino más como un “consultante independiente”.
Zanaievski entra en prisión y alguien de afuera lo manda a matar. Dura menos de un mes en cautiverio.
Pues resulta que Zanaievski también trabajaba con sus hermanos, en un cargo que en el negocio llamamos “camarero”: después de un asesinato, él se presenta, recoge los casquillos, cambia la posición del cadáver, borra huellas dactilares donde pueda haberlas y, en general, entorpece la investigación detectivesca —a veces al punto de imposibilitarla. ¿Quiénes hacían el resto del trabajo? Sus dos hermanos, Kholia y Krashnamir. Resulta que Ilich Zanaievski también era conocido como “Ilich Karamazov”, después de haber matado a tres series de padres adoptivos, para consolidarse como los jeques del sicariato urbano.
Helo ahí, esa era la respuesta. Eran los Karamazov los que me querían muerto. Querían terminar ahora lo que habían iniciado tiempo atrás. Había resuelto el misterio de una vez.
Sólo que esa respuesta no tenía sentido.
Los hombres que me dispararon no fueron ni dos, ni tres, sino siete, de dos carros distintos. Si los Karamazov me hubiesen querido muerto, ¿por qué contratar a otros sicarios cuando ellos podían hacer el trabajo de gratis? Cuando tienes una venganza de ese tipo, no la delegas en otro, sino lo haces tú mismo. Porque es un asunto personal. Porque quieres ver la cara del otro en el momento en que hales el gatillo.
Créeme, yo sé de lo que estoy hablando.
Con toda probabilidad, estaban detrás de mí porque el Ruso los quería detrás de mí. Una decisión que debió tomar sin meditar, porque un hombre molesto comete errores y ahora Gulachnoff encabezaba la lista de tipos que me debían una respuesta.
Pero tenía que liberarme de estas esposas, primero. Conseguirme una pistola. Y ponerme bien lejos de los parricidas glorificados.
No podía verlos, pero podía oírlos, el motor de su carro como una bestia sedienta de víctimas inocentes, los Karamazov exploraban el vecindario a la espera de que yo cometiera un error. Georgie, sólo podía esperar, había corrido con suerte y seguía olvidado en la patrulla invertida.
Me subí a donde no pudieran verme desde el pavimento. A las azoteas. Con el corazón rogándome un segundo de descanso, anduve, una mano apretándome el pecho, recordándome que tengo mis límites, que debo controlar la ira porque puede hacer que me olvide de respirar.
Me habían empujado a ese punto en el que no puedes permitirte errores. Como los Karamazov, había docenas de bastardos que se habrían cebado con mi sangre en esta cuadra. Si me hubiese podido envenenar a mí mismo y tener un momento de claridad cuando bebieran de mis venas para darse cuenta demasiado tarde de que habían cometido un error, lo habría hecho.
Esta es la parte en la que me detengo, me doy un par de cachetadas y me digo que “basta, Matthew. No puedes permitir que esto se te meta en el espíritu”.
Claro.
Una carrera entre las trémulas luces de la ciudad, un salto al vacío, momentos que corren demasiado deprisa cuando tu mente está asaltada por el instinto de supervivencia, y estoy otra vez en la calle, en la acera, afinando el oído ante el llamado del verdugo y el olfato para la presencia de la parca.

Vi la trampa a kilómetros de aquí, pero estaba entre quedarme ahí y ser capturado o fugarme con ella e improvisar.
—Qué oportuna —fue mi saludo.
Ella subió al vehículo.
La conversación fue de esas que tienes por cortesía, porque es parte del guión. Como lo que conversa una pareja que sabe que se está viendo para tener sexo furioso en una recóndita habitación de hotel. Lo que decíamos carecía de propósito e incluso de significado.
Primera pregunta: ¿Cómo me encontró en los laberintos de esta ciudad?
Porque me estaba esperando. No pasaba “casualmente” por ahí; estaba esperando a que yo me presentara.
La segunda y tercera pregunta venían tomadas de las manos: ¿A dónde me lleva y quién le paga por ello?
—Y yo que me creí tu cuento de gratitud —dije.
Reaccionó como si le hubiera dado una cachetada. Con cada gesto sólo se comprobaba su culpabilidad para mí.
—¿A qué te refieres?
—A que no soy estúpido. La noche en la que El Ruso y El Dandy se enteran de que estoy de vuelta, la noche en la que Los Hermanos Karamazov salen a actuar públicamente, me consigues por arte de magia, lejos del último lugar en el que nos vimos. Una puta coincidencia, si me permites.
Aunque pareció pronta a defenderse, esa noción murió dentro de su garganta. Siguió manejando en silencio. Hasta los muelles.
—¿No vas a atacarme? —preguntó al fin.
—No.
—¿Por qué no?
—¿Preferirías que lo hiciera?
Se detuvo, en el punto en el que podías oler al agua salada no muy lejos de ti.
—A decir verdad, sí —dijo.
Bajó y yo hice lo propio.
Entre esqueletos de grúas y depósitos abandonados, como las ruinas de una gloriosa civilización que había dejado de existir sólo días atrás.
—Digamos… —me busqué en el abrigo por un cigarrillo inexistente— que quiero pagar para ver las cartas. Quiero ver quién es el que está tan desesperado por verme esta noche. ¿No tendrás un cigarrillo?
Detrás de ella, una silueta. Con la silueta de una subametralladora.
Otro pistolero. Y otro.
Después de tanto buscar respuestas, llegaba al fin de la historia con una calle ciega
—Doctor Stark —detrás de mí estaba la voz—. Dichosos los ojos.
Me volteé para ver el perfil que salía.
—Linda noche, ¿eh? —dijo El Dandy.


0 comentarios:
Publicar un comentario