
Joe Shaw hablaba con indiferencia:
“No sabemos si Stark cuenta con cómplices”.
“No puedo declarar al respecto”.
“Es pronto para decir si puede ser considerado peligroso”.
“No contamos con evidencias suficientes”.
“El doctor Stark no se ha comunicado con nosotros”.
“No puedo declarar al respecto”.
“Se le está solicitando por su posible vinculación”.
“No puedo declarar al respecto”.
Nino supo que tan pronto terminara el asedio, el comisionado se metería en su despacho y se clavaría un par de calmantes con la botella de whisky que guarda tras el escritorio y de la que cree que nadie sabe. No es que fuera un jefe carismático, pero Nino sintió una inesperada corriente de compasión hacia él. Se recordó del dicho shakespereano, “pesada es la cabeza que sostiene a la corona”.
O algo así, Nino Frank nunca fue muy amante de los libros.
Continuó caminando a la cafetería, bajando las escaleras del precinto, ignorando a las cámaras en un intento de que ellas lo ignoraran también a él.
Bebiéndose un café muerto y desalmado, el detective pensó en el antiguo fiscal héroe. Parecía imposible que fuese él quien tenía una guerra no declarada contra el crimen de una ciudad cuya delincuencia forma parte de su personalidad. Era una batalla en la que no se podía ganar: ellos tenían las armas y tenían a los números. Había sobrevivido el atentado, una proeza de por sí, pero lo que tenía que hacer ahora, lo que cualquiera hubiera hecho, era marcharse, lejos, rezar porque se olvidaran de ti.
Tenías que estar loco para creer que podías solucionar al mundo con una pistola.
—¡Nino!
El detective volteó hacia el llamado, la agente Price, encargada de la centralita de reportes. Parecía cansada, esos ojos que te surgen cuando llevas días sin dormir.
—Rebecca, qué cara tienes. ¿Cafecito? —ofreció.
Ella sacudió la cabeza.
—Estoy harta. Dejé a McKenbrough cuidando…
—¿A quién?
—…la central. McKenbrough, el nuevo.
—Ah.
—Vine a avisarte que Georgie acaba de pasar un reporte, Nino —acercó el rostro y bajó la voz—. Parece que capturó a Stark.
La semilla del peligro explotó dentro del pecho de Nino Frank.
—¿Estás segura?
Asintió.
—Dijo que acababa de apresar a Matthew Stark y que venía en cami…
No había terminado de hablar cuando el detective Frank estaba cruzando la estancia hacia la puerta. Se volteó a mitad de camino, su camisa blanca pulcra bajo la luz incolora y eléctrica, dándole un tímido brillo al correaje de su pistolera.
—No le digas a nadie más —le dijo a Rebecca en voz baja y poniéndose el índice vertical sobre los labios—. En cinco minutos vas y le cuentas al jefe en privado.
Rebecca asintió y cuando le pidió a Nino que tuviera cuidado, ya éste había abandonado la recámara.
Subió las escaleras corriendo y sin fijarse con quién se encontraba. Había dejado al jefe atrás, al tormento de los flashes atrás, estaba atravesando el pasillo entre las oficinas, el umbral del apartado que compartía con Georgie Mencken, encendió la luz, cogió su abrigo y su sombrero del perchero y entonces escuchó el sonido. Alguien estaba en su oficina. Su primer instinto no fue buscar hacia su pistola, sino decodificar la imagen ante sus ojos.
—¿Chrysta?
La fiscal estaba inclinada sobre el escritorio, que tenía encendida su lamparita de andamiaje verde plástico.
—Hola, Nino.
Se acomodó el cabello, cerró la carpeta que estaba ante sus ojos y apagó la lámpara.
Era el escritorio de Georgie, el de Nino estaba junto a una de las paredes, no frente a la puerta y delante de las ventanas. La luz nocturna que se metía a través de las persianas le daba un trasluz dudoso a la fiscal Beaumont. Nino no podía verle la cara.
—Vine buscando a Georgie —dijo—. Tengo que hablar con él.
—No está aquí. Estaba en la calle y le llegó un llamado.
Pero lo que pensó no fue lo que dijo. “¿Qué estás haciendo aquí, revisando sus expedientes?” fue lo que Nino quería preguntar.
Chrysta avanzó, las curvas de su cuerpo envueltas en un empaque de traje formal le hicieron olvidar a él, durante un par de segundos, que estaba casado y que amaba a su esposa.
—Discúlpame si te asusté —dijo, poniéndole una mano en el hombro, para salir luego de la oficina.
Nino se quedó de piedra, como se habría quedado ante una víbora venenosa que uno descubre anidada en el armario. Apagó la luz de la oficina y se puso el sombrero.
Tenía que resolver esto, tenía que hacerlo rápido porque las coincidencias no existen. Pero no ahora. Ahora tenía que conseguir al carro de Georgie y escoltarlo al precinto.
Cuando se asomó al pasillo, Chrysta ya no estaba.

0 comentarios:
Publicar un comentario