
Sobra decir que Matthew no era este Matthew.
No podía imaginar lo que había tenido que sufrir para estar como ahora. Mirándolo hablar por el retrovisor, escupiendo su charla de conspiración y persecución, mi mente se iluminó con todas las conversaciones en las que me decía que la pena de muerte es inhumana y que el Estado no puede convertirse en asesino, apoyando la ejecución de otro ser humano. En ese espacio entre que escapó del hospital y resurgió hace unos días había sucedido algo. Era como la novela de ciencia ficción en la que unos alienígenas secuestran a la gente para apoderarse de sus cuerpos. Excepto que esta vez, no podías echarle la culpa a un mal absoluto, al diablo, a las naves extraterrestres.
Matthew había matado a esa gente con plena conciencia de lo que hacía. Y bien o mal, mi papel implica que todos han de recibir el mismo trato. Porque si todos nos volvemos justicieros, ¿quién decide que la matanza callejera ha llegado a su final?
No. Stark tenía que estar tras las rejas antes de que matara a más lacras, a un inocente o a sí mismo.
—No te escuché bien, Georgie. ¿Dijiste por la radio que tenías bajo custodia a un sospechoso o a Matthew Stark?
Al contestarle, lo hacía con la misma distancia con la que hablas a un extraño y no con un colega de tragos, un hermano en las trincheras. No creí que lo hiciera a sabiendas, pero con sus preguntas, su lenguaje corporal, me mostraba un aspecto de su personalidad que no me figuro muy conocido, otro rostro fermentado bajo meses en las sombras. Era un hombre confinado en sí mismo. Lo que sucede cuando has pasado demasiados minutos esperando a que el verdugo se presente ante tu puerta. Dile a un hombre que la muerte va por él varias veces y llegará un punto en que él saldrá a buscarla.
El hecho de que no haya reparado en el vehículo junto al nuestro demuestra la poca seriedad con la que tomé las advertencias.
¿Qué habrías hecho tú?
Cada vez que un sospechoso habla en la patrulla es para asegurar que todo es un error, que se puede llegar a un acuerdo, que grandes contactos acabarán contigo a menos que lo sueles de inmediato. Matthew, en ese sentido, no era diferente del criminalis vulgaris. Va por la calle matando a hampones a medida que van llegando y ¿debo decirle que tiene razón y dejarlo ir? Podría darle mi pistola también, para que no se sienta tan solo en medio de la noche.
Claro, no meditaba sobre eso mientras los disparos de ametralladora retumbaron y los cristales a nuestro alrededor se quebraron, volando con el viento al pasado.
Di un giro y me saqué la pistola de la chaqueta. Por un breve, terrible instante, me pareció que perdería el control del carro, chocaría con la defensa y caeríamos metros hacia una tumba de hierro incandescente.
Matthew se tiró bajo el asiento trasero.
—¡Los Karamazov! —gritó.
Saqué la mano por la violada ventanilla y disparé al otro carro, viendo los chispazos en su chasis. Los disparos eran explosiones de estruendo ascendente en medio de la autopista.
Disparar y conducir no es como en las películas. No puedes hacer las dos cosas a la vez. O te estrellas o te matan. Tienes que concentrarte en una y no podía pasarle mi pistola a Matthew a través de la rejilla.
Oí al tirador reírse.
Me asomé durante un segundo, con el viento volando sobre mi cara, mi cabello nadando en un océano de oxígeno. Los otros carros dejaron de serlo, para convertirse en siluetas borrosas que silbaban cuando pasabas junto a ellas.

—¡Los Karamazov no existen! —grité.
—¡Entonces tenemos una imaginación muy vívida!
Llovieron los disparos.
Tomé la radio:
—¡Mencken aquí, central! ¡Once nueve-nueve, repito, once nueve-nueve!
Un camión se atravesó entre mi visión del carro asaltante. Un segundo después, ahí estaba en el espejo: un hombre sentado en la ventanilla del copiloto, sujetando una subametralladora. El viento le hacía serpentear la ropa sobre la piel.
—¡Estoy en la salida a la calle Cronenberg! ¡Código trece!
“Once nueve-nueve” quiere decir que el agente emisor necesita asistencia inmediata. Un “código trece” habla de gran emergencia. En cristiano, “manden todo lo que puedan y rápido, porque no sé cuánto dure aquí”.
Los Hermanos Karamazov eran un cuento de terror para mantener a las basuras bajo control, los sicarios perfectos. “No se roben la mercancía del jefe o les soltaremos a Los Hermanos Karamazov”. Una historia para no dormir entre las pesadillas de la ciudad. Si debíamos creerle a Matthew, estos disparándonos podían ser cualquiera; ni Stark ni yo estábamos en escasez de enemigos y había demasiados candidatos como para poner las sospechas en el monstruo en el armario.
—¡No te dirijas a la central! —gritó Stark— ¡Nos estarán esperando!
Tenía un punto.
En el tono de su voz no había miedo, no eran los gritos nerviosos del que teme cercano su fin. Era una firmeza oscura. Para el Matthew Stark post-atentado, todo el mundo guardaba un puñal tras la espalda. Su campante espíritu antisocial era un mecanismo de defensa con tentáculos sumidos en su personalidad. Era la pesadilla del hombre de la guerra fría, el frenético paranoide al que realmente persigue todo el mundo.
Otra ráfaga de balas y ya podía escuchar al aullido de las sirenas, como los gritos de un espectro en el cielo.
El tirador en la ventanilla recargó su arma, dejando que el cargador vacío se fuera por la carretera, a ser aplastado bajo las llantas de un impávido espectador. Apuntó otra vez, no hacia mí, no hacia el asiento trasero, sino más abajo. A las ruedas de la patrulla.

El mundo había perdido el sentido y tardé en comprender que nos habíamos volcado. Detrás de mí, tras la rejilla, oía el crepitar de vidrios rotos. Stark escapaba por una de las ventanillas destrozadas. Le extendí mi brazo bueno. No había pasado por todo esto para dejarlo ir, pero no había nada más que yo pudiera hacer. Me quedé viendo cómo se retiraba, corriendo con el abrigo flotando tras él y las manos esposadas al frente.
Los sonidos desaparecieron y así, con las manos pegadas a un techo que ahora era suelo, perdí la batalla, mi prisionero y el conocimiento.

0 comentarios:
Publicar un comentario