Desfallecer

No todo el mundo puede disparar un arma. Requiere un tipo específico de personalidad, una clase de hombre en particular, para matar a una persona. Cualquiera puede halar un gatillo bajo las circunstancias adecuadas: miedo, presión. Pero disparar a sangre fría a un blanco indefenso es algo que no está en la mayoría de las almas humanas. A pesar de lo muy cacareado que sea “el salvajismo del hombre”, la raza humana no tiene el temperamento, la aptitud para matar.


Yo no la tenía. El por qué las cosas han cambiado es algo que prefiero ignorar.


John Huston esperó años para desquitarse de mí, separado de la sociedad que una vez lo alabó, cultivando un odio que se fermentaría con el aire de locura de la cárcel. Y cuando por fin me tenía, en el instante fundamental, no disparó. Le levanté el brazo y la bala paró en el techo. Es irónico que él, un espíritu indígena de la oscuridad urbana, no tuviera dentro de sí el coraje para ejecutarme y yo, el héroe de esta historia, haya podido patearle el rostro y matar uno a uno a los guardias que entraron en la oficina. Todo pasó tan rápido que cuando dejé de temblar, estaba en uno de los carros de John, con una pistola vacía a mi lado, manejando sin rumbo por unas calles eternas que desembocaban como bocas en la penumbra.


Aparqué, con un fuerte dolor en el pecho. Mi respiración era un silbido, un hilo dorado que cruzaba mi garganta.



Este no era el momento, maldita sea. Si me iba a dar un ataque al corazón, tenía que ser después, después de que descubriera quién estaba al final del camino de cadáveres.


La visión se me difuminó. Abrí la puerta del coche.


Si no me dio un ataque durante la matanza fue porque la adrenalina y el instinto de autoconservación son un par de nombres técnicos que le damos a los milagros. Pero uno no puede abusar de la reserva de bendiciones y esperar que la vida nunca te lo cobre.


No te mueras. No te mueras, hijo de puta, no te mueras.



Caí sobre las manos y las rodillas. Tirado en el pavimento en una calle fantasma y sin papel que me identificara, nadie me reconocería. Supongo que no puedes esperar que nadie te diga quién eres, si tú mismo lo ignoras.



Me senté, recostado en el carro que usé para escapar. En otra situación me habría dicho que estoy de vuelta en el punto cero, que ya no tengo plan, que se me había acabado la munición infinita. Pero por ahora, me conformaba con una bocanada más de aire. En el pasado pude robar las medicinas que necesitaba, pero si el ruso y El Dandy estaban al acecho, no sabía si contaba con la suerte necesaria para conseguirlas esta vez.



Me mordí la lengua. La corriente de dolor enfocó un poco más al mundo. Escuché a otro carro aparcar en medio de la calle, cerca de mí; mirarlo era inútil: mi visión se había reducido a siluetas de colores difuminados. Mi audición iba y venía. Era un clásico desfallecer: sucede cuando abusas de los límites naturales de tu cuerpo.

El carro era una patrulla. Resultó obvio por las luces centelleantes de las sirenas. El hombre que descendió me fue familiar sólo cuando estuvo a menos de un metro de distancia, apuntándome con su pistola, como si yo fuera un mal espíritu que se negaba a permanecer muerto.


Le hubiese dicho que no tenía que apuntarme mientras yo estuviese en ese estado, pero en realidad sólo habría podido toser. Me habría visto aún más patético. El hombre me revisó con una mano y, tomándome del cuello de la camisa, me levantó.


—Matthew —dijo Georgie—. ¿Qué demonios?


El esfuerzo de respirar poco a poco y no a bocanadas, como me provocaba, tenía el cien por ciento de mi atención en esos instantes. Tardé en darme cuenta de que Georgie, mi viejo amigo, me había reconocido y eso no cambiaba el hecho de que me estuviese apuntando con una puta pistola. Murmuré.


—¿Qué?


—No me digas que tú también estás con ellos —dije, aferrándome a toda sensación terrenal que pudiera.


Georgie sujetó el arma con las dos manos. Pareció meditar su respuesta, hasta que para entenderlo bien, tuve que leerle los labios.


—Estás loco. Esto es un disparate y he venido a detenerte.

Sacudí la cabeza. Él se sacó las esposas de la chaqueta.


—No vas a ponerme eso.


—No me obligues a hacerlo, Matthew. Lo hago por tu bien.


—Claro. Por mi bien. ¿Eso es lo que dirás en mi funeral? Porque cuando sepan que estoy tras las rejas, irán por mí.


—No vamos a permitirlo…


—Ya le escapé a la muerte una vez y tiene que pasar un tiempo antes de que pueda volver a intentarlo…


—Matthew, mírate. Apenas puedes mantenerte en pie. Eres una ruina, tienes bolsas bajo los ojos. Ni siquiera puedes respirar.


—Dime algo —podía sentir el sudor frío acumularse en mi frente—. ¿Quién te está pagando? ¿Es El Dandy? Es una coincidencia jodida que te aparezcas justo ahora, que El Dandy y el ruso saben que estoy de vuelta.



Miré a Georgie bajar la guardia y dar un paso hacia atrás. Lo estaba molestando y eso era bueno si me planteaba escapar de esta. Podía razonar, sabía que podía hacer por lo menos eso en estos pastosos segundos. El reto estaba en permanecer despierto.


—¿De qué estás hablando? —la voz de Georgie retumbó por la calle— Vine porque reportaron disparos en un local de John Huston. Hago mi trabajo y voy en camino cuando doy contigo, muriéndote a un lado del asfalto.


Me apuntó otra vez.


—¿Asumo que has sido tú el de El Cordero Degollado? ¿Y el del local de Huston?

Me apreté los lagrimales con el pulgar y el dedo medio.

—¿Estaban todos muertos, no? —dije— Dime que no se escapó ninguno. Eso lastimaría mis sentimien…


—Oh, por dios, Matthew…



Se cubrió la boca con una mano. El momento de reconocimiento, ese en que brotó dentro de su mente la idea de que su viejo amigo se había convertido en un vampiro marciano de la octava esfera del infierno, fue breve. Me volteó con sorpresiva agilidad y, poniéndome las manos a la espalda, me esposó antes de que yo pudiera invitar a mi cuerpo a reaccionar. He aquí mi escape triunfal.



Sentí cómo me metía en la patrulla y reportaba la locación del carro que consiguió, con una pistola vacía en el tablero. El carro se puso en movimiento, conmigo dentro, tras una redecilla de hierro que separa a Georgie de mi persona, como a dos habitantes de dos mundos claramente divididos.



—No te escuché bien, Georgie. ¿Dijiste por la radio que tenías bajo custodia a un sospechoso o a Matthew Stark?


Apoyé la cabeza en el asiento y cerré los ojos. Respiré por la boca.


—No importa, ¿no te parece?


—Me parece que sí. Porque si me nombraste por nombre y apellido, mierda, si me nombraste sólo por mi apellido, tendrás a todas las huestes del mal persiguiendo a esta patrulla en cuestión de minutos. Nunca llegaremos a la jefatura.


Me incorporé, encontrando mis propios ojos enrojecidos en el retrovisor.


—Así que dime, hermanito, que no cometiste la estupidez identificarme en tu reporte a la central.



Georgie pareció considerar el mensaje de lo que acababa de decirle, sujetó el volante con ambas manos y me dio miradas esporádicas por el retrovisor.


—Esa paranoia… —empezó a decir.


Llegamos a la autopista cuando el otro vehículo se puso a nuestro lado, a toda velocidad, una maquina afeitadora automotriz, cargada de suspiros fatales que zumbaban como un enjambre de insectos antropófagos.



La ventana del copiloto se bajó y el hombre que emergió con la subametralladora era Kholia Karamazov, uno de los Hermanos Karamazov: los más despiadados asesinos del ruso.


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