La Balada de Matthew Stark

Esta temporada del New Noir Times, está terminada. Si empiezas a leer tal y como las entradas se presentan, leerás desde el último capítulo al primero.


Para leer el primer episodio y seguir en secuencia, sólo búscalo en la página "La Balada de Matthew Stark", en este mismo serial.

En serio, estás bajo riesgo de SPOILERS a menos que vayas al pie de la página.



Radio Noir: The Jesus and Mary Chain

Snakedriver.


Hombre Muerto Caminado: La Casa de los Cuchillos

Pronto, nuevos episodios del serial donde los días son oscuros y las noches eternas.




En Construcción...

La Segunda Bala

Lo curioso de una herida de bala es que, junto con el hormigueo en toda la extremidad, no lo sientes como si la bala entró en ti. Si me preguntaran, fue mi brazo el que escupió el proyectil, ardiendo, con purificador fuego hasta el exterior. Claro, no tenía sentido y dentro de todo lo que apestó, fui afortunado: la bala entró y salió. Si conservaría un pleno uso del brazo, quedaba por verse.



Habría estrangulado a un niño pequeño con tal de echar un trago ahí, en el hospital. Escapar no era cosa del otro mundo. Una vez arresté a un prostituto heroinómano que apuñaló a un traficante. En la cárcel, determinaron que era seropositivo. Escapó del hospital caminando. Sólo se vistió y se fue. Yo podría hacer lo mismo. Me conocían como el detective que salvó al hijo dorado de Nueva Noir, mi rostro empezaba a hacerse popular. Valía la pena apostar, pensé. No era tanto que me sentía inútil en el hospital, era lo aparatoso de todo el proceso. Nino llenaría un informe y a mí me tocaba otro. Vendrían palabras solidarias, palmadas en el hombro, más pose de héroe que se acerca al mártir. La verdad: me dispararon y me salvé. En todo caso, deberían castigarme por permitirme la estupidez de salir herido.

La habitación era impersonal. Anónimo como un cuarto de hotel. La noche negra se derretía en tinta transparente, corriendo sobre las ventanas. Un aparatito unido a mí por cables y una pinza en el dedo índice timbraba de acuerdo a mi pulso. En la esquina, una silla. En otra y empotrado cerca del techo, un televisor.

Me quité la pinza. Los icebergs delineados en verde que marcaba la pantalla junto a mí pasaron a una llanura eterna. No tenía camisa, pero sí medias y pantalón. Me senté y, sin darme cuenta, me pasé el dorso de la mano por los labios. Un trago. Para poder estar bien, necesitaba un vaso de escocés.

La puerta de la habitación se abrió. La oí antes de confirmar con un vistazo, alguna enfermera que iba a controlarme como la policía del pensamiento. Se me ocurrió que si forcejeaba lo suficiente, me drogarían con algún potente sedante y eso era casi tan bueno como un vodka. Me preparé para mi mejor escena de frenético neurótico.

No era una enferma. Era Chrysta. Ahora de verdad necesitaba beber.

Miller, el fiscal de distrito que la había destituido, la devolvió a su cargo poco después de la masacre de Stark. Sin ceremonias ni disculpa pública. Siendo una fiscal y yo detective, era cuestión de tiempo antes de que nos cruzáramos y quizá ahí tienes la razón de por qué tomo.

Dame otro atentado. Dame indiferencia. Pero no vengas preocupada por mí.

La deseé. Quise que viniera a mí, se sentara sobre mis piernas y de frente, con mi cara entre sus manos, me besara. El mundo no iba a solucionarse, pero muchas cosas dejarían de ser importantes y eso era suficiente.

Estás soñando despierto, Mencken.

—Vine tan pronto me enteré —dijo.

—Estoy bien. La bala entró y salió. ¿Me pasas mi camisa y mi saco?

Cruzó el umbral. Sus tacones repiquetearon sobre las baldosas. Tenía un expediente entre los brazos al que abrazaba como a un escudo. ¿Por qué Chrysta habría de escudarse de mí? Los papeles se invierten.

—Nunca tuvimos la oportunidad de hablar después de lo que pasó.

—Déjalo así, puedo buscar mi camisa solo.

—No seas tonto, no te levantes.

Desobedecí. Un mareo sacudió mi cabeza, pero me llevé el puño a la boca; disimulando debilidad lo mejor que podía. Tengo doce años otra vez.

—No hay nada de qué hablar, Chrysta.

—Siento que te debo una explicación.

—Te propuse matrimonio y dijiste que no. Soy un niño grande, puedo entender lo que eso significa. Mira, si crees que estoy albergando alguna fantasía sobre nosotros, quiero que sepas que no es así. Las cosas salieron distinto a como yo quería y eso es parte de la vida. No voy a ir detrás de ti gimoteando.

—No esperaba que lo hicieras.

—Qué bueno.

De la silla, tomé la camisa. Me la eché encima, arrugada y manchada de rojo por donde yo ahora tenía un parche. Tenía que conseguir los zapatos, pero si en diez minutos no aparecían, nunca lo harían. No gano una fortuna, pero puedo comprar otro par. Pequeños lujos del héroe de acción.

—Escuché que ibas a defender a Matthew. ¿Creí que como fiscal, no podías?

—Puedo si renuncio.

—¿Y lo harás?

—Todavía no lo decido. Georgie, mira, Miller quiere que leas esto.

—Ah, la verdadera razón de por qué estás aquí.

Cruzó los brazos. El corazón me dejó de latir y tuve que entretenerme con el paisaje. Una mujer nunca es más hermosa que cuando no puedes tenerla.

—Nino dice que estás bebiendo —dijo—. Si es así, te desconozco.

—No sabía que eras amiga de Nino.

—No dije que me lo dijera a mí.

Interesante. Era un comentario con implicaciones que tendrían que esperar, porque no puedo desgranar información en este momento. Me extendió la carpeta.

—Cuando Miller supo que venía, tomó la oportunidad de matar a dos pájaros con un tiro. Envió esto. Es una orden de fiscalía.

La agarré. Un montón de documentos en lenguaje sánscrito jurídico. La lengua de los que no tienen alma.

—¿Qué estoy viendo, Chrys?

—El caso que estabas investigando, el de la muchacha sin nombre. Esto es una orden para que la investigación se cancele ahora.


Sangra El Reloj De Arena



No existe nada peor que cuando te disparan de lejos. No sabes qué es lo que está pasando.

Georgie me encaraba para explicarme por qué yo debía permanecer al margen del espiral descendente en el que se metió, cuando impulsado por una cachetada invisible, se fue al suelo. Fue en esos primeros momentos que la secuencia dejó de tener sentido. La sangre no había empezado a fluir.

Breve zumbido, el de la bala cortando el aire hasta su objetivo, el golpe, Georgie cayendo. Entonces se oyó la detonación.

Mi primer impulso fue llevarme la mano a la pistolera dentro del saco. Miré en rededor. Aunque no conseguía al asesino, sabía que estaba disparando con un revólver, seguramente calibre .38, que son catastróficos a corta distancia y muy malos a larga. Si el atacante hubiese estado más cerca, no tendría a un Georgie agonizante en el suelo, sino a un cadáver.

Me hinqué y saqué la pistola. No era la primera vez, pero sí sería recordada por tener pocas iguales. Un segundo zumbido y la tierra a dos palmos de mí se levantó en una exhalación de energía. El estruendo. Lo vi.

Un hombre, apoyado sobre el techo de un vehículo. Lentes oscuros, cabello rapado. Apuntaba con las dos manos. Vi el fogonazo en el cañón y la tercera bala no me pasó ni cerca. Este no era un asesino profesional. Alguien le había pagado para que se hiciera cargo de nosotros, o quizá sólo de Georgie, siendo el “héroe policía”. Los motivos no importaban. Debió entender que gastaría todas sus balas si seguía. Empezó la huída.

Otro, habría ido por él. Matthew Stark habría incendiado a la ciudad. Me quedé con George. No soy un héroe y su saco empezaba a oscurecer.

—Puta, Nino, ¿dónde me dieron? —preguntó.

Era del lado izquierdo, pero la sangre se regaba con rapidez. Me preocupaba; las balas del calibre .38 tienen la costumbre de rebotar cuando entran en el cuerpo. Un proyectil que entra por una pierna puede dar con el fémur, rebotar a la tibia y ascender hasta cercenar la arteria femoral. Una herida en teoría superficial, se convierte en un impacto mortal. Si la bala dio con algún vaso sanguíneo, Georgie se me iba a morir en minutos.

Nadie nos disparaba. Tenía que ir al coche asignado y llamar a la central, pedir una ambulancia. Dejar a mi compañero en esas condiciones me parecía, con todo, digno de un animal.

—George, tengo que llamar a una ambulancia.

Asintió. Se agarraba el brazo. Así que ahí fue. ¿Qué arterias importantes cruzan el brazo?

Fui corriendo al carro. Por supuesto, estaba cerrado; no era yo el que traía las llaves. Regresé a toda prisa, preguntándome cuántos segundos vitales había dejado pasar.

—Tienes las llaves.

—Ve a por él —dijo George.

—¿Qué?

—Se te escapa. Nino, no me voy a morir. Ese tipo nos disparó por algo, tienes que atraparlo.
  
A estas alturas, no podría atraparlo, los preciados momentos para el arresto habían pasado sin anunciarse. Empecé la carrera hacia el sospechoso en todas las condiciones equivocadas. Confundido, asustado, sin una sola pista. Era una receta ideal para terminar con una bala en los sesos.

Giré la cuadra. Una solitaria calle, característica de esos lugares en los que la gente sabe que hay que esconderse con los tiros. No pude evitar que la imagen de un funeral viniera a mí. Todo el cuerpo de detectives estaría ahí, se cruzarían sables, se dispararía al cielo. Lo que no alcanzaba a detallar era si el que estaba en el ataúd era Georgie, o si era yo.

Tengo una niña pequeña. Michelle, dios mío.

Otro disparo, esta vez más cerca. Lo único con lo que tuvimos suerte ese día fue con la puntería del tipo ese. Habría estado borracho, para envalentonarse, o con las sienes pulsándole bajo el ritmo de la cocaína. Disparaba cubierto desde una casa, de una sola planta, pobre; una casa vacía por las noches, hervidero de crack durante el día.

Siguió corriendo. Yo hice lo estúpido: lo seguí. No sabía qué otra cosa hacer.

En una situación como esta, el entrenamiento sale por la ventana. La mayoría de los seres humanos no saben cómo se siente cuando te disparan. Tu primer instinto no es salir a ver a la muerte a la cara. Lo que tu cuerpo te grita es cordura. Échate al suelo, sálvate. Enfrentar al que puede matarte con mover un dedo es antinatural. Como tratar de respirar bajo el agua.

Un gesto de cordura: no salí al descubierto, sino que me asomé, como hizo él. Decisión sabia tomada sin pensar; mis ojos se llenaron de astillas y polvo. La bala que disparó el asesino me cegó. Eché para atrás, mordiéndome la lengua, mi más sincero intento por permanecer en mis cabales, retando al pánico. Incapaz de verlo, deseé que siguiera en su huida. Que no viniera hacia acá. Todavía le quedaba un tiro.

Abrí el ojo. Como pude. Picaba. Nada me habría gustado más que cerrarlo y restregar bien fuerte. Me volví a asomar. Un carro lo estaba recogiendo. Con la espalda hacia mí, abría la puerta, metía el pie en el asiento de atrás.

Nunca le he disparado a una persona, va en contra de mis principios. Pero después de todo, no estaba pensando mucho. Soy campeón de tiro en el departamento.
 
No quise matarlo y eso era bueno para él, porque le habría acertado. La bala que disparé se hundió en su costado, haciéndolo gritar al cielo, que se le cayera el revólver, que en vez de entrar al carro, se desplomara dentro de él. Un tiro en el estómago puede tardar tres días en acabar contigo y, cuando lo hace, es porque tus jugos gástricos te envenenan. No es una muerte bonita. Es lenta y agónica. Muerto, el tipo no podía responderme nada. Lo que ahora quedaba era registrar los ingresos a los hospitales por herida de bala. En el abdomen. En sujetos masculinos. El asesino incompetente estaba marcado y me llevaría derechito a su patrón.

Si es que mi bala no rebotaba y se moría en el camino. Su tiempo empezaba la cuenta regresiva. No muy diferente al de Georgie, si es que todavía existía.
 

 

Todo El Mundo Miente


Georgie se presentó puntual a la mañana siguiente. Nunca nos reunimos para unos tragos, por supuesto y después de la morgue, se me perdió, a donde sea que se la pasa ahora. Con su fragancia de las últimas semanas, se me hizo obvio que la tentación más sencilla habría sido con alcohol, pero ni siquiera eso funcionó.

Hace varios años, tuve un vecino, un hombre sin defectos. Pagaba todas sus cuentas a tiempo, vivía con una esposa y dos niños. Perro golden retriever, casita de cercado blanco. Vestía de punta en blanco y organizaba eventos para la comunidad. Una mañana, sale de la puerta de su casa con los platos sobre la cabeza: la mujer está hecha una furia y lo quiere lejos, le bota la ropa sobre el jardín. Resulta que el vecino perfecto tenía tres amantes, cada una con hijos suyos. Siempre me desconfío de los tipos que no tienen problemas. Hasta hace unas semanas, Georgie era uno de ellos. Esta fractura en su personalidad es, si lo quieres, natural.



Esas cosas a veces degeneran en ataques psicóticos. A veces, no.


—¿No quieres discutir sobre nuestro altercado en el hospital? —le pregunté, a bordo del coche asignado.

—En realidad, no.

La versión corta: George colapsó bajo la presión y me dio un derechazo cuando le dije que, en realidad, no conoce a la mujer de la que está enamorado. Por supuesto que señalarlo no era mi lugar, pero no creo que amerite un puñetazo al hombre que te ha servido de apoyo en una balacera.


Aún así, sin resentimientos. Peores tipos con peores golpes me han atacado antes.


Llegamos a un parque de tráilers, escondido en el patio trasero de la ciudad. Como no teníamos ninguna pista sobre quién era la muerta sin nombre, nos tocaba hacer las rondas habituales. Si esa chica había caminado las calles prometiendo besos y satisfacción, había pasado por aquí. Las ánimas que vagan en pena, lo hacen juntas.


Una nube de polvo se levantó cuando aparcamos, envolviendo al coche. Llámalo estúpida vanidad, pero George y yo esperamos a que se disipara para descender, no vaya a ser que nuestros trajes y corbatas se pusieran mugrientos con el sudor de la calle. George no me hablaba, una postura absurda de matrimonio que no consigue cómo resolver sus diferencias. El cliché dice que el agente que te asignan como compañero es con el que estableces un matrimonio laboral y, aunque no es del todo cierto, las semejanzas son ineludibles. Él no lo sabría porque, a sus casi treinta años, seguía soltero. Una combinación de mala suerte con un pésimo gusto para las mujeres (todas muy guapas y, todas, un desastre).


En el Departamento de Nueva Noir le guardaban admiración, pero es que no lo conocen como lo conozco yo: si existe un agente que un día va a salir a la calle disparándole a todo el que se le cruce por el medio, ese es Georgie Mencken.


Toqué la puerta del tráiler más cercano. Un grupúsculo de niños nos vio, varios metros más allá, y se dispersó. Tendrían buen instinto de auto-conservación.


—Buenos días, señora —mostré mi placa—. Soy el detective Nino Frank, este es mi compañero George Mencken. Hemos venido a hacerle unas preguntas.


La mujer (peinado esponjoso, bata de dormir desgastada y transparente, bolsas pronunciadas bajo los ojos) ni siquiera estudió la placa. Se enfocó en mí, en Georgie, en mí otra vez. Del interior del tráiler venía el ruido de la televisión. Alguna telenovela sin inspiración.

George produjo la foto de la chica. Parecía dormida, sólo el que tenía malicia o experiencia sabría que se trataba de un cadáver.


—¿Ha visto a esta mujer por aquí?


La señora sacudió la cabeza.


Todo el mundo le miente a la policía. Es un simple hecho de la vida, nada personal. Si una mujer te considera su amigo, nunca serás su novio; siempre que una persona pueda elegir entre plástico y efectivo, preferirá un pago en efectivo; cuando la policía se presenta ante tu puerta, mientes. Normas tácitas.


—Véala bien, señora.

—Dije que no la conozco.

Los asesinos mienten por motivos obvios. Los testigos y los cómplices mienten porque creen que si no lo hacen, les irá peor. El resto de la gente, miente por principio. Sólo una rata ayudaría de buena gana a un agente de la ley.

Esta señora miente porque protege a alguien. A lo mejor a la propia chica, creyendo que está viva y buscada. A lo mejor a un hijo que se citó con la víctima —y si ese era el caso, lo protegería aunque lo hubiese visto llegar con las manos bañadas de sangre. Miente para proteger a algún ex-esposo, que todavía ama o que es peligroso y vengativo. Quiere protegerse de una comunidad que se abalanzará sobre ella si dice lo que sabe. En última instancia, la mentira existe para distanciarse de cualquier delito y de la posibilidad de ser llamada a testificar en una corte. Nadie quiere meterse en problemas.

—Le estoy viendo los ojos, señora —dijo Georgie—. Ni siquiera vio la foto.


Un breve vistazo a la imagen que pendía del pulgar y el índice de mi colega.

Sacudió la cabeza. Encogió los hombros. Con la boca vuelta una U invertida, volvió a sacudir la cara.

—No la he visto por aquí.


Sin que hagan falta las palabras, supe que Georgie quería echarle las manos a la peluca de esta mujer. Arrastrarla sobre la tierra, echarla en el carro y meterla en una celda por obstrucción a la justicia. Dormiría como un oso en feliz hibernación.

No había suerte. George se metió la foto en la chaqueta y dijo:
—Podemos regresar con una orden judicial que la obligue a testificar, ¿sabe?

La mujer me echó el ojo a mí. Se lo echó a él. Cerró la puerta y echó el cerrojo.

La glamorosa vida del justiciero de Nueva Noir.


El resto de los remolques (después del onceavo, perdí la cuenta) fueron iguales. Este era un vecindario pobre que no quería nada qué ver con una mujer dormida en una foto, en especial si realmente estaba muerta, como muchos inquilinos apuntaron al instante. Toda la mañana perdida y de vuelta al punto de inicio.


—¿Te parece si nos tomamos un par de copas en el almuerzo? —propuse.

—Nino, por dios. No quiero hablar. Y, ¿tú? ¿Tomando durante guardia?
—No te acuso si tú no me acusas.

George caminó al coche. Más lluvia se avecinaba, el sol se escondía, tintando toda la ciudad de dorado.


—No necesito a un psicólogo.

—Qué bueno que no soy uno —dije—. Mira, Isabelle dice que tienes mucho tiempo sin ir a cenar a la casa. Ya no sé qué más decirle. Quiere celebrar contigo la medalla que te quieren otorgar por salvarle la vida a Verne Vega.

No era mentira; desde hace mucho tiempo, Isabelle, mi mujer, trata a Georgie como una extensión de nuestro hogar. Como un desvalido cachorro que, si no come en nuestra mesa, morirá de hambre. Nunca le pusimos fecha a esa cena con mi compañero, esa parte sí la estaba inventando yo.


—No sé si sea una buena idea, Nino.

—Danos el beneficio de la duda. No sabe que peleamos, no le conté.

Unos pasos más allá, un hombre se detuvo. Ni George ni yo teníamos sentido arácnido, no sabíamos que este sujeto sacaba un revolver de su cazadora de jean. Nos puso en su mira, con calma, respirando lento, sin que el sol le afectara la vista. Disparó.



NINO FRANK




NOMBRE: Nino Frank.


EDAD: 31 años.


ESTADO LEGAL: Ciudadano de Nueva Noir; Sin antecedentes penales; Casado.


OCUPACIÓN: Detective del Departamento de Policìa de Nueva Noir.


OTROS ALIAS: Ninguno.


FAMILIARES CONOCIDOS: Isabelle Drumondt (esposa), Michelle Frank (hija).


ALTURA: 1, 83 m.


PESO: 90 Kg.


OJOS:
Grises.


PELO: Negro.


RASGOS DISTINTIVOS:
Tatuaje en el antebrazo derecho, lee "Bonnie".


ALIADOS MANIFIESTOS:
Georgie Mencken (Detective del NNPD), Chrysta Beaumont (fiscal de Nueva Noir), diversos contactos callejeros.


ENEMIGOS CONOCIDOS:
Ninguno.


NOTAS:
Nino es lo que todo detective debería ser. Agradable, inquisitivo, se fija de los detalles que a los demás les pasan por alto. Su filosofía parece ser "concéntrate en algo que esté fuera de lugar y agota todas las posibilidades al respecto". Que se sepa, Nino no ha usado su arma reglamentaria en la línea del deber ni una vez, ni siquiera en su época de patrullero. Y qué bueno para el crímen, porque es un excelente tirador, ganando o llegando a la final de los concursos de tiro del departamento. Su esposa, Isabelle, es un amor de persona.


Det. George Jean Nathan

NNPD

Algunos Derechos Reservados
Parte del arte fotográfico mostrado es obra de J. Ferreira.
Las imágenes presentadas en este serial son propiedad de sus respectivos dueños; All images appearing on this serial are property of their respective owners.

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