La Migraña



—¿Y bien? —la luz de la morgue se posó sobre mis globos oculares como una película radiactiva. La corbata me apretaba demasiado.

—Cristo, Georgie —Meyer da unos pasos hacia atrás—. El aliento te apesta a whisky. ¿Desde cuándo tomas en el trabajo?

Déjame explicarte esto, para ver si así yo también lo entiendo. Este tipo se pasa el día en una cueva subterránea rodeado de cadáveres, balaceados, apuñalados, azules y con ojos inyectados de sangre después de una mala estrangulación (o buena, depende de cómo lo veas). Pero le perturba que haya rastros etílicos en mi boca. Una noche hecha de espinas azules, sabor a migraña, de esas que te pulsan en la cabeza hasta que te duelen las encías.

Estornudo. Este es un mal lugar para alguien que está a punto de coger la gripe, no por los muertos (quizá la única muestra poblacional en la que puedes confiar), sino por las goteras. La morgue de Nueva Noir consiste en una recepción, escaleras descendientes y un enorme espacio con congeladores para cadáveres. Construida en el primer amanecer del siglo veinte, había sido víctima de la indiferencia, sin el atisbo a trabajos de reparación. El resultado: cuando llueve, el agua se filtra hasta la bóveda y tus pasos están acompañados de subtítulos mojados. No me sorprendería coger el New Noir Times una mañana y ver que las paredes finalmente cedieron, dejando toda la morgue sepultada, como una antigua tumba que ya no pudo más. Con mi suerte, eso ocurriría ahora mismo. Mi compañía serían todas las voces que no pude salvar.

Lo deseé. Dios, trae un terremoto a este puto lugar.

—Detective Frank —me dijo Meyer.

¿Qué?

Me giré. Claro, Nino Frank venía por la entrada. No podías verlo, pero tenía un bigote de mentol entre la nariz y la boca, una técnica antigua para combatir el aroma de los que dejaron sus cuerpos atrás. Sé esto porque, antaño, me lo confió. Cuando todavía confiábamos uno en el otro.

Nino alzó las cejas. En efecto, la morgue estaba repleta.

—Satán va a estar ocupado con los pasaportes, ¿no? —dijo.

—Todo es culpa de Stark —dijo Meyer, una lata de Coke-Cole en su mano—. La gente lo está alabando como un héroe pero alguien tiene que arreglar la casa después de la fiesta. El tipo hizo su primera matanza y desde entonces no dejaron de entrar los cadáveres. Para un cagatintas, Stark tiene una puntería de puta madre.

—Un asesino en masa —dije y estornudé otra vez—. Está tras las rejas y esta habitación es evidencia de por qué.

—Ah, usted es de los que quiere a Stark preso, ¿no? No me sorprende, conociendo su apego a las normas. Pero creí que el fiscal era buen amigo suyo.
 

Estuve a punto de contestar que yo también, pero en ese microsegundo en que las palabras viajaron de mi cerebro a la boca, me di cuenta de que era otro amigo que creí fiel y ahora ya no tengo. Igual que Chrysta. Que Nino. Dios, si causas un terremoto y yo soy el único que muere en todo el estado, te prometo que no me voy a molestar.

Encogí los hombros.

—Me pareció ver en la tele que Chrysta Beaumont iba a defender a Stark —dijo Meyer, empujándose los lentes con el índice sobre el puente de la nariz.

—Ni idea.

—¿Chrysta no era fiscal?

—Supongo. Doctor: el caso de Stark no es mi responsabilidad. No tengo chismecitos nuevos. Vine por la muchacha. La Anónima.

 
Meyer arrugó el entrecejo, volteó los ojos, dio media vuelta y caminó, señalándonos para que lo siguiéramos.

Un pasillo de camillas con sábanas encima. Toda mi vida dedicada a las fuerzas de la ley y si este sitio sigue así, quizá no me esforcé demasiado. Grandes celebridades del bajo mundo estaban reunidas acá. Gulachnoff. Dos de los Hermanos Karamazov. Patrick Hockstetter. Y mil tipejos de poca monta que no supieron qué hacer cuando la vida, a su críptica manera, les dijo que el momento de correr había llegado.

Si voy a buscar a Stark en este momento, a su celda en la estación, y le pongo el cañón de mi beretta en la sien, ¿a quién estoy amenazando, a él o a mí mismo?

Me revisé los bolsillos. Estúpido, dejé la cantimplora en el carro. De verdad que merezco lo que me pase.

—Te ves terrible, George.

—Gracias, Nino.

—No, en serio. Creo que deberíamos hablar. Déjame invitarte un trago.

—¿Sabes qué? Eso es lo mejor que he oído en toda la noche.

—Imagino. Hueles a camionero.

—Caballeros —llamó Meyer.

Estaba junto a una camilla metálica. La sábana que cubría al ocupante estaba recogida hasta los hombros. Era ella, mi amiga Anónima. Tenía los labios azules  y estaba bastante gris, probablemente más colorida de lo que me veía yo. La herida mortal estaba escondida. La luz incolora del sol de morgue resplandecía en el metal. Una botella de analgésicos. Eso es lo que necesito ahora. Y una noche de sueño.

Sin motivo, Chrysta me vino a la mente. En imagen, mirándome como muchas veces lo había hecho. Me ahogué en su perfume, recreado por mi cerebro para que la tortura estuviera completa. Apreté los párpados, me presioné los ojos con las yemas.

—Dígame, doctor. ¿Qué consiguió?
 

—En su mayoría, cosas que ustedes ya saben. Herida de calibre punto treinta y ocho en el corazón, a corta distancia. Tomé sus huellas dactilares y las comparé con lo regular: prostitutas con antecedentes, delincuentes, drogadictos y personas desaparecidas. No conseguí nada. 

—Hearsay —dijo Nino—. Tenemos que pedirles una lista de regulares.

—Ya me tomé la molestia, detective. Les mandé las huellas y me dicen que de Hearsay, no es. El estado de Bruins también se lavó las manos. Puedo solicitar cooperación de los otros cuarenta y ocho estados, pero creo que es seguro afirmar que esta mujer no existe. Alguien allá arriba los odia a ustedes dos, para echarles un caso como este.

Ya entiendo. No habría terremoto, eso era muy simple. Me torturarían con un avatar de locura en bolsa de cadáver, un caso imposible de resolver. Porque a quienes los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco. Con el dedo índice y medio dentro del cuello de la camisa, tiré. La corbata me estaba asfixiando.

En la mesa de autopsias, la mujer inexistente estaba con sus preguntas mudas. Yo no tenía respuestas desde hacía mucho.


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