Tendida como un ángel que ha caído del cielo, así estaba el cadáver anónimo.
Me posé en cuclillas, me eché el abrigo hacia atrás. Era una silueta escondida por una sábana y antes de ver la desnudez inerte, supe que era joven. Quizá una prostituta, la única prostituta que quedaba en Nueva Noir incapaz reconocer la sonrisa de tiburón del depredador sexual. Había llovido y la ciudad goteaba como lo harías tú después de una ducha para sacudirte la resaca. Agarré la sábana, la corrí. Bajo la luz de las sirenas, la piel de la chica era roja, era azul.
Hay una particularidad de las personas que mueren por causas violentas (técnicamente, no es de las personas sino de los cuerpos que dejan). Tienen espasmos. A veces sus manos quedan agarrando fantasmas, como una araña de carne y huesos desesperada por sujetarse a la presa que es la vida. Tienen sacudones sobre la mesa de autopsias. Arquean la espalda o dan un manotón sobre el aluminio. Aunque la explicación más aceptada es que hay impulsos que quedan dentro del cerebro, purgados lentamente en las primeras horas de muerte, la verdad es que nadie sabe por qué se producen. No todos los cadáveres lo manifiestan y cada cual lo hace a su propia forma. A juzgar por las apariencias, Cadáver Anónimo estaría bailando la danza macabra en breve.
Corro la sábana hasta la cintura, exponiendo la herida mortal. Siento más pudor por exponer sus senos que por estar en presencia de un muerto. No sé cómo eso me hace sentir.
Detalles que noto al instante: hay una abrasión a los lados de la boca, lo que quiere decir que antes de morir, fue amordazada. Lleva el maquillaje todavía puesto, aunque un poco corrido, pero no tiene una gota de sangre, ni siquiera en la herida de bala que representó su punto final. La explicación es sencilla: no murió aquí, sino que fue asesinada, desnudada y olvidada en este callejón. Tendría fibras en alguna parte, pero tardarían en aparecer. Las manos, agarrotadas, tenían sucio bajo las uñas de esmalte violeta y el sucio podía ser tierra, sudor, pelos o sangre. En cualquier caso, quería decir que la chica luchó antes de morir, o tuvo una muy apasionada sesión sexual y, si era así, la otra mitad de ese entusiasmo tendría mucho qué explicar, convertido en el primer sospechoso.
A todas estas, la unidad de homicidios era observada. Por las ventanas de los apartamentos a nuestro alrededor, los curiosos supervisaban. Padres con sus niños. Adolescentes sin idea. Consternadas amas de casa. Ya alguien había gritado que no nos querían por estos lares, policías de mierda, así que era cuestión de tiempo antes de que nos acusaran de incompetentes y asesinos por omisión. Una voz, masculina y anciana, nos señaló que el culpable de esta muerte podía ser “el maniático, Stark”. Listo, el caso está resuelto.
Sobre el corazón, la chica tenía un sol negro. Irradiaba cenizas sobre el universo de lechosa piel, completo con un aura de estrellada carne quemada. En la jerga, esta clase de heridas se llama “tatuaje por quemadura”. Ocurre cuando un arma de fuego es accionada tan cerca de la víctima, que los vapores y químicos ardiendo imprimen una señal negra que no puede ser eliminada con nada que el patólogo forense aplique. Así que esto es lo que ocurrió: la chica se consiguió con uno o más individuos con los que tuvo actividad física intensa. La sometieron, la amordazaron, ella lloró, empapó el trapo sobre su boca de saliva que le chorreó hasta la barbilla y una bala le atravesó el pecho hasta anidarse en su corazón, una flecha de Cupido en la que el enamorado era el enterrador. Acto dos, la desnudaron, la echaron en una bañera y la lavaron, sin mucha destreza, probablemente con más miedo de ella ahora que estaba muerta que mientras estuvo viva. La echaron en el asiento de atrás de algún vehículo clon. Paró aquí. Como las primeras etapas de putrefacción todavía no se daban cita, sospecho que se hizo todo apurado. Mucho trabajo para una sola persona.
Con un poco de suerte, el forense tomaría las huellas dactilares de la chica, las compararía con las de veinte millones de personas que pululan la granja de hormigas que es esta ciudad y nos daría un nombre. En dos semanas, tendríamos otro nombre, un motivo y una clara secuencia de los hechos. Se hace justicia, a la que los asesinos de Nueva Noir no temen, porque esto va a volver a pasar.
—Eres un tipo con problemas, ¿sabes?
Me giro. Es Nino. Antes de Stark, antes del ruido y la furia, éramos amigos.
—De personalidad. Problemas con el control de tu ira, Georgie. Problemas de los que se apilan como un enjambre de langostas y te llevan, un buen día, a un desayuno de whisky con plomo.
—Buenas noches, detective.
¿Qué más podía contestar? Los hechos no estaban de mi lado: traté de detener a la avalancha de fuego que significó Matthew Stark, traté de salvar a un sistema en el que creí, traté de proteger a mis amigos y traté de quedarme con la mujer bonita. Al final, me quedé sin creencias, sin amigos y sin mujer. Qué lindo, ¿no?
El olor a salsas me atacó la nariz, mucho más ofensivo que los insultos del público, que la violencia de la muerte citadina. Era Meyer, el forense. Un perro caliente en sus manos, chorreando, comprado del único hombre que vende perros a medianoche, porque, con toda probabilidad, compensa sus gastos vendiendo heroína o polvo de ángel. A veces, Nueva Noir, no eres tú. Soy yo.
—¿La viste? —preguntó Meyer.
Asentí.
—¿Y? —un mordisco que dio fin a la mitad del perro— ¿Estaba buena?
Si hay alguna criatura insensible en la faz de este planeta, ese es el patólogo forense. Por supuesto que no era personal, Meyer se pasó el funeral de su mamá haciendo chistes. Estuve ahí, aunque no me quedé mucho.
—Está demasiado fría para mis gustos —dije y salí de la escena, esta parte estaba lista. Habría que llevarse al cadáver y estudiar milimétricamente al callejón, a ver si descubríamos algo, aunque a esas alturas, ya se sabía que no.
Regresé a la patrulla, dejando a Nino lidiar con el sinsentido de la muerte. Menudo amigo que resulté ser. Abrí la guantera, revisé mis alrededores y eché un tragó de la cantimplora plateada. Jack Daniel’s es mi mejor amigo ahora. Un crimen, licor así en una patrulla, pero yo soy el héroe que le salvó la vida al alcalde la ciudad, el mismo que resultó ser un psicópata genocida y que ardió hasta los huesos, cortesía de otro loco con un arma. Contemplando así la noche, soñé, deseé con esa esperanza infantil de los niños que creen en Santa, con una redención. Con que este caso se solventara y todos pudiéramos ir a una vida normal, con Matthew Stark tras las rejas, Chrysta Beaumont a mi lado y Nino Frank, no sé, ganando muchísimo dinero. Pensamientos de idiota, es lo que eso fue. Porque yo no lo sabía, pero esa chica muerta traería otro festival de cadáveres, el inicio de las peores semanas de mi vida, y es que si la vida tiene una cosa es que espera a que estés en el suelo para patearte en las costillas.
Me tomé otro trago. Me quemó la garganta y lo recibí con gusto.
2 comentarios:
Muy buen arranque, de los que más me han gustado de las novelas online que he estado leyendo estos días. Me lo apunto en favoritos para continuar con la lectura ;)
Muchísimas gracias por tu receptividad. Te invito a leer el primer arco argumental, "La Balada de Matthew Stark", hará que este segundo arco tenga más sentido en muchas cosas.
Espero que la historia siga siendo de tu agrado :D
Publicar un comentario