La Naturaleza del Odio

Lo que había sido una ciudad era ahora una morgue improvisada. Las cosas no habían salido como en un principio…

No.
No es así como comenzó la historia.

Ya no importa qué fue lo que le dio pie a todo esto. No importan los potenciales escenarios, las posibles soluciones.


Importa que estoy aquí y mis víctimas están ahí.


Esperé, en las celdas de la estación, avivado por la adrenalina y el dolor que todavía sentía, que me hacía aspirar clavos y agujas. Era dolor bueno, del que te mantiene enfocado en la meta.


El plan era sencillo. Saldría de las celdas y buscaría a Verne. Mataría a todo el que se me cruzara, a todo el que intentara detenerme porque después de esto, no hay otro episodio. Soy el espectro que se niega a estar muerto. Y después, sólo me queda ir al infierno que me vomitó.


La ira ciega que me había empujado era ahora otra cosa. Había hecho nido dentro de mi espíritu y sin que yo lo supiera, mutó en algo más. Con sus propios fines, su propia filosofía. Avanzaría en esto hasta que ya no hubiera a quién más matar. Era con frialdad que procedía, una rabia que ya no era sentimiento sino parte de mi personalidad.


Caminé. Traspasé la puerta y me encontré bajo la lluvia artificial que quería calmar al incendio que no existía. En alguna parte del piso superior, estaba él. Y nada podría salvarlo de mí.


Georgie se me paró enfrente.

—Matthew —dijo, aunque yo no lo escuché.

Venía a arrestarme, a detener una masacre. Me descubrí preguntándome cuánto daño era capaz de ocasionarle para poder continuar. Me tomó del hombro y mi perpetua mirada de las mil yardas se centró en él.


Tú no quieres probar la guerra de la que yo vengo.


—No puedes hacerlo aquí —dijo él.


¿Qué coño?


Miró a su alrededor y me empujó más hacia las celdas, donde nos esperaba un par de cuerpos inconscientes.


—Ya lo sé todo —continuó—. Fui a ver a Chrysta después de… el papeleo por salvarle la vida a ese maldito maniático.


Traté de sacar conclusiones rápido. No podía.


—Georgie, no tengo tiempo.

—¡Escúchame! Vi a Verne tratando de secuestrar a Chrysta. La subieron a un carro y él se fue en otro con su edecán. Iban a matarla. Me contó todo, me contó de la heroína, de dónde la guardan. Y ya la prensa hizo pública lo que les dijiste.

La llamada cuando escapé de Pip.

Una a Chrysta y la otra mi seguro de vida.
Una llamada que garantizaría que aún si Verne conseguía matarme, nunca ganaría. No podían ligarlo con la droga, pero el escándalo podía bastar para una buena investigación independiente. ¿Qué sé yo cómo podía terminar eso si uno husmeaba lo suficiente?

—Miller nunca va a ordenar una orden de captura contra Vega, pero sí puedo retenerlo aquí al menos una noche. Ya pasé la orden a los uniformados. Es mi prerrogativa de héroe policía. Le salvé la vida y ahora debo sepultarlo.


No tenía idea de qué estaba diciendo.


—Voy a matarlo —dije—. Hoy. Entre más lo retengas, mejor.

—No, no, matarlo no. No puedes matarlo.
—Sabía que dirías eso.
—Matt, si lo matas, nada queda resuelto. No eres mejor que él…
—No me importa ser mejor o peor que él. Me importa terminar con esto. Me importa el…

No tenía sentido explicarle.

Se hizo consciente de las pistolas en mis manos, como si antes hubiesen sido invisibles.

Perdí mi vida de un modo tan efectivo como si me hubiesen disparado entre los ojos. Cada persona que temió por su vida, que tuvo que recuperarse de un atentado con los asesinos aguardando en las sombras, cada mujer que fue violada y que no contaba con la justicia para apoyarla, cada niño que tenía que volver a una casa en la que lo golpeaban sin que nadie pudiera levantar un dedo por él. Todo ese dolor era mío. Y nada de lo que hiciera ahora lo iba a remediar. Nada me iba a devolver todo lo que me arrancaron.


—Dame esas pistolas, Matt.


No recuerdo la última vez que dormí tranquilo.

Cancelo todo ahora, me acobardo y nunca seré libre.

—Verne venía para acá —dijo él—. Cuando los agentes se le acercaron, cambió de rumbo. Ya debe saber que queremos arrestarlo, Matt. Si perdemos más tiempo, se nos escapará.


Me extendió una mano.


—Dame las pistolas. Confía en mí.


Le di las pistolas. No como él quería.

Ahí estaba, echado en el suelo, con el golpe cruzándole la frente, entre la conciencia y la tierra de los sueños negros. Como diría un sabio en la ciudad del pecado, “vaya manera de terminar una amistad”.

Fui a la puerta trasera de las celdas, pasando prisioneros por tránsito, borrachos, ladronzuelos. Se escondían de mí como un vampiro le huye a la luz.


El estacionamiento era una bóveda de dos pisos. Tan pronto me mostré, dos agentes trataron de detenerme. Y el blanco carro que se suponía que tenía que salir de aquí, se detuvo. Bajaron los agentes que venían a matar al virus. Verne Vega descendió, pistola en mano.


—Ahí está.


Los agentes, entre dos lados de una encarnizada guerra, pagaron el papel de los que están en el lugar y momento equivocados. Viéndolos caer, sólo podía pensar en cómo ya estaban muertos. Ocultándome detrás de una van, esa era la imagen; no murieron ahora sino cuando decidieron quedarse esa noche, hacer horas extras, hacer la guardia aquí.


Me estoy volviendo loco.


Porque cuando has visto a tantos morir, cuando te sabes tan frágil como ellos, la única reacción que le puedes dar a la muerte es escupirle en la cara. Ser tan frío como ella. Es una batalla que vas a perder, pero es preferible perderla con los pantalones puestos.


Disparé repitiéndome el único rezo, el mantra del verdugo.

Hoy no me toca a mí. Hoy le toca a ellos.
Las vidas desechables de los guardaespaldas se vencieron y aunque el último casquillo no había aún tocado el suelo, ya la mira estaba sobre Vega, que corría detrás de algún carro, buscando cobertura, atacar como mejor se le daba. Donde no pudieras verlo.

Walt Miller sollozaba en medio de los cadáveres.


—No, NO —gritó cuando me le acerqué—. No, Stark, ¡lo siento!


Tenía un revólver entre las manos. El tambor estaba abierto y las balas estaban entre sus rodillas, hechas de mantequilla y filtrándose entre los dedos del niñato fiscal.


—Terminaste siendo otra ramera de Vega.


Le puse un cañón caliente sobre el ojo izquierdo.


—Este es el valor que él le da a sus esbirros.

—N- no, yo no quise, yo traté de decir… ¡Stark, no, escucha, escucha!
—¡Cállate!

Presté atención. Afiné el oído. Vega ya no estaba ahí.


No se había escapado, así que estaba preparado, como una araña en su red, en una trampa donde no tenía más opción que caer.


—Lamento todo lo de la finca, lamento lo de Marie, de verdad que no quería hacer todo eso con ella, pero era joven y uno cuando es joven---

—No me interesa nada de lo que estás diciendo —le agarré el cuello de la camisa en un puño—. Querías meterme en la cárcel, que me mataran ahí, todo por el poder. Y te topaste conmigo.

Juntó las manos en oración.


—¡Pero no! ¡Yo, yo ya aprendí, voy a renunciar, voy a renunciar mañana!

—Eso no me importa. No te vas a librar de esto hablando.

Se lamentó y agachó el rostro en amargo llanto.
—Yo no lo sabía, no sabía que Vega te mandó a matar.
—Pero tu silencio fue cómplice. Ahí esos dos agentes murieron. Casi matan a Chrysta. Y más gente tiene todavía que morir, Walt. Quizá yo. Seguramente tú.
—¡No, no, no, no!

Lo solté con una patada en la mejilla.


—El día de mañana, piensa en este momento. Lárgate de aquí y piensa que cada respiro que des es porque yo lo he permitido. Deja el revólver.


Asintió, sus sollozos de agradecimiento sonaban iguales a los de terror y sus pasos corriendo hacia la jefatura sonaron hasta elevarse sobre todos nosotros y disolverse en el concreto del techo.

Ahora, ¿dónde está el tumor que he venido a extirpar?

Jeffrey Dahmer, el famoso asesino en serie, reconoció que no podía explicarse cómo duró tanto tiempo matando en libertad. Todos los elementos estaban dados para que lo capturaran y él seguía evadiendo a la autoridad. “Supongo que corrí con suerte”, diría después.


Caminando por el cementerio, se me hacía increíble que ningún otro uniformado apareciese a tratar de meter cordura en el vals del diablo. Podían estar demasiado confundidos, lidiando con el shock de demasiadas noticias en muy poco tiempo. O quizá este estacionamiento se había separado del resto de la existencia y ahora estábamos en una dimensión que nos pertenecía sólo a nosotros. Los dioses miraban a los gladiadores pelear. Quien muriera les era indiferente: ellos querían su sangre.


—No puedes esconderte para siempre —dije.


Silencio.

Todo era gris, con manchas rectangulares de color. El sabor dentro de mi boca era de hormigueante decisión.

Entre los carros, se paró. No permití que la decepción me distrajera: este no era Verne, sino el gorila, Mick. Venía con las mangas de la camisa recogidas.


—Matthew Stark. Vamos a arreglar esto como lo hacen los hombres.


Se quitó la pistolera. Echó el correaje a un lado. Alzó los puños.


—Te doy un segundo round. Vamos.


Mientras yo había perdido peso, él era una maciza pared de carne. Sus velludos puños tenían el tamaño de un perro pequeño. No estaba demasiado lejos de mí, esperando con la burla impresa en el rostro, el conocimiento de que yo nunca podría derribarlo.


—Te doy la oportunidad de que salves tu honor —sonrió.


Le disparé a una rodilla. El estruendo estalló hacia los lados, como ese corazón de sangre que se desperdigó por todas partes. Estaba tirado ahora, con las manos todavía hacia mí, pero ya no en puños. Con las palmas encarándome. Las manos del suplicante.


—¡Maldito maniático! ¿Qué estás haciendo?


Le puse la sucia suela de mi bota sobre el pecho.


—Así no era —dijo—. No tenía que ser así, hijo de puta, lo estás haciendo todo mal.

—Cállate la jeta —dije, disparándole un segundo después con ambas pistolas. Su cabeza escupió sangre hacia atrás, dejando un rastro que ahora era rojo vivo, luego sería opaco y luego negro.

Apenas volviéndome, el golpe vino por encima del ojo. Una llave de tuercas, inglesa, algo de metal. El hijo de puta me pegó a traición otra vez. Caí. En todos los sentidos.


Otro golpe férreo a la espalda. Sobre los pulmones. En la columna.


Patadas en las costillas con la punta no del pie, sino de todos los planes que Verne Vega había hecho en su vida y que ahora nunca podrían ser. Aguardé, cerrando los ojos, conteniendo la respiración. Algo se rompió dentro de mí con un crujido que hasta pude escuchar.

—¡Maldito… cabrón… traidor! —gritaba Vega.

No tenía sentido, pero puedo entender cómo él me veía como el que le dio la espalda al otro. Rodeado de payasos inmorales. Obligando su voluntad de acero sobre los demás.


—No… te mereces… una bala —otro puntapié, esta vez al rostro. La física me giró, quedé bocarriba. Sin mis pistolas—. Tienes que morir como un perro.


Desde esa desafortunada postura lo único que despertaba mi curiosidad era con qué me había estado golpeando. Uno de mis ojos estaba cubierto de sangre y los párpados se negaban a abrir. El otro me dijo lo que ya era de suponer. Me pegaba con una pistola. Uno de los dos estaba armado, entonces.


—Lo que yo quiero saber es —haló la corredera y me apuntó a la cara— ¿qué te importa la vida de unos parásitos? ¿Qué te importa que un drogadicto de mierda se muera? ¿Desde cuándo eres el defensor de delincuentes y asesinos?


Me eché de lado y la pulsación de agonía me sacó un quejido.


—Lo echaste todo a perder, hijo de puta —se agachó y sentí el cañón sobre la mandíbula—. Iba perfecto y tú tuviste que cagarlo, maldito cobarde.


Un empujón a la pistola, hacia el suelo, haciendo a la bala enterrarse en concreto, levantando polvo. Mi otra mano estaba en su garganta, sujetando la nuez de Adán. Un golpe a la cara. Otro. El último fue con la cabeza. Si era bueno para Pip, el secuaz maniático, era bueno para el jefe de los mal nacidos.

Le escupí mi sangre. Y los oía venir, a la policía, al resto del mundo. Venían a unir las realidades.

Agarré a Verne de la chaqueta y lo arrastré, a un muñeco con los brazos alzados, una pierna doblada y la otra rascando la grava como una cola envuelta en traje y zapato lustroso.

Los agentes me matarían tan pronto me vieran. Eso estaba bien.

Ya no puedo vivir con el hombre que soy.

Lo golpeé contra una pick up, junto a las ruedas traseras. Di media vuelta y me separé. Lo escuché gemir como hacen los viejos cuando el cuerpo ya no les da más.


—No puedes irte así, Matt. Ahora tienes que matarme.


Cogió aire.


—Ahora tienes que matarme, porque yo soy como tú: me jodes pero cometes la estupidez de dejarme vivo y voy por ti hasta que te mueras llorando y gritando el nombre de tu mamá. No somos tan distintos tú y yo.


Recogí su pistola. Le apunté no a él, sino al camión. Al depósito de gasolina.


—No —dije—. Yo nunca te dejaría vivir.


La explosión fue gloriosa. Hermosa. Se alzó hasta volverse un torrente amarillo, rojo, negro y naranja. Sólo me tomó un par de disparos en los que Verne no se movió y ahora peleaba con el oxígeno que se había vuelto muerte a su alrededor. Dicen que el hombre que muere quemado experimenta dolor sólo por corto tiempo, que los nervios es de lo primero que se va y que uno termina muriendo asfixiado.


De verdad espero que eso no sea cierto.


Vinieron y me echaron al suelo. Me esposaron. No podían separar mi atención del purificador punto final. Me dijeron palabras que no tenían resonancia.


Creí que cuando Verne estuviera muerto, todo lo malo que había traído consigo se iría. Que en la eventualidad de que yo siguiera vivo, la oscuridad que nació en mi interior se viera sin propósito y se marchara. No era así. El fuego estaba ahí, sobre él, frente a mis ojos y para siempre detrás de ellos también.





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