La parte más dura del cuerpo humano está en la cabeza. En una obvia jugada por parte de la evolución, no existe un hueso más fuerte que la parte frontal del cráneo, justo en esa parte entre la frente y el cabello. La idea de la naturaleza era darnos una mano para proteger la preciada masa encefálica, pero algún bárbaro quién sabe cuándo descubrió que si golpeabas con esa parte del cráneo al rostro de un contrincante, causabas una montaña de dolor atroz mientras tú sientes algo tan patético y lejano que ni puede llamarse dolor. Sentado ahí, en la antesala al purgatorio, saqué mi imitación de aquel salvaje pionero. Cuando el psicópata se acercó, lancé mi estocada cefálica. Era la única oportunidad.
No lo vi sino de reojo, después de que me tiré a un lado en la silla. Le acababa de partir la cara a Pip, que se había echado de rodillas con una mano en el centro del rostro, goteando sangre como la baba de algún animal hambriento. La silla se resistía a romper y mis segundos eran contados antes de que Pip saliera del shock. Bastaría un grito para que los sátrapas entraran en la escena. Y qué escena.
Las sienes no me pulsaban, sino me golpeaban. Mi cuerpo estaba convencido de que si me dejaba fuera de combate sería un final menos doloroso que aquel que me estaba procurando con este prototipo de escape. La boca se me llenó de sangre y de otra cosa que me quemaba la lengua. Rompí las amarras que me sujetaban a la silla sin darme cuenta de las dramáticas señales que mi cuerpo usaba para detenerme. Tenía la cara cubierta de sudor y la sangre que me iba de las magulladuras en las muñecas hasta los dedos era una sensación como la respiración dentro de la garganta: sabes que está ahí, pero nunca es digna de tu atención.
Me miró, con los ojos inyectados de sangre, con el tabique deformado a un ángulo antinatural. Balbuceó palabras de espeso rojo.
—Maldito mal parido —fue la respuesta con la que acompañé a la patada. Justo debajo de la quijada, alzándole y doblándole la espalda. Un arco de sangre salió de su boca, cruzó el aire frente a mis ojos y cayó atrás, sobre el suelo, ya no en arco, sino en cola. Una húmeda línea de vivo dolor.
Ahí, en el acto inicial de mi gran escape, me precipité al suelo. Como un monigote, como una insensible estatua de carne. Boca abajo, pegando fuerte al suelo con el pecho.
Si te quedas tirado, eres hombre muerto.
El mundo se quedó sin sonido. Una visión se presentó, arrodillándose ante mí, la chica, Zoe, extendiendo su medicinal toque a mi maltrecha humanidad. No había calor en su mano, ni fuerza en sus palabras porque, claro, ella no estaba ahí. Una alucinación, como un sueño, cuando tu mente va demasiado rápido pero tu cuerpo ha tirado la toalla.
Si te quedas tirado, vendrán por ti. El confort de que te matarán rápido es una trampa. No hay nada con la muerte, nada queda resuelto.
Arriba.
Arriba, hijo de puta, arriba.
Me estaba ahogando.
Me impulsé hacia arriba con un manto sobre los ojos. Me llevé los dedos a la boca, profundo, hasta tocar suave y caliente carne en ese punto sin retorno de la garganta.
Vomité sangre. No un riachuelo de rojo vivo, sino negra, con grumos. Estaba haciendo mi mejor esfuerzo por no morirme y todo lo que la vida tenía que ofrecerme era esa aguja atravesándome la cabeza, un dolor tan sobrecogedor que me provocó más vómitos partiendo de su propio mérito.
Hice el vacilante andar de los borrachos para ponerme otra vez al mando, viendo doble, respirando por la boca en patéticos silbidos nerviosos. Empujé la puerta de la descampada celda.
¿Dónde mierda estoy?
Más escaleras de metal, tanques de vapor, un laberinto como el hogar de Freddy Krueger.
Entonces recordé. La última vez que me sentí así fue justo lo que dio pie a todo esto.
El tiroteo. Vernie Vega me quería muerto. Ya había pasado una vez, yo echado en el fondo del espiral mientras él ve las noticas acostado en su cama.
—Hijo de… puta.
Me impulsé. Sosteniéndome un costado como si las tripas se me estuvieran escapando. Llegué al tope de la escalera, que terminaba en otra puerta, cuando otro hombre entró. Fueron dos segundos de nadie.
Se llevó la mano al cinto y yo le halé el pie. Podría explicarte ahora por qué es imposible que un atacante con arma de fuego que no ha desenfundado mate a otro que usa los puños o un puñal. No lo haré porque eso no era lo que estaba pensando al actuar. Toda mi idea era matar al hijo de puta. Y si era un rescatista misterioso, pues la próxima vez van a tener que avisar a gritos y desde lejos.
Cayó dándose un golpe como un puñetazo en el centro de la espalda, entre los pulmones. Me abalancé. Apretándole el cuello con una mano y tapándole la nariz con la otra. Si había un punto lejos del Matthew Stark que nació de mi madre, era este. Era una fuerza y no una personalidad. Lo estrangulé y le quité la pistola. La última semana fui despachando hombres y sólo ahora me doy cuenta de que sí es una de esas cosas que se facilita con la práctica.
No lo supe porque para mí, era otro tipo armado que se comió la luz, pero acababa de matar a Krashnamir Karamazov, el asesino profesional que habían dejado para la vigilancia. Acababa de convertir a los Hermanos, en el Karamazov.
Tomé su celular e hice dos llamadas. Primero a Chrysta, una breve conversación en la que la cancerosa presencia de Verne se filtró. Me dio suficiente garra como para la segunda llamada. Únicamente después de colgar y echar el aparato a un lado me tomé el respiro de estudiar mi entorno.
Una casa, un apartamento, Nueva Noir suburbana. Ruidos de alguna parte. Para salir de aquí, tenía que usar una puerta trasera. Y al conseguirme con el malandrín que estaba sentado en los escalones, le pisé la cabeza hasta que lo escuché luchando por respirar.
Vagué por la lluviosa Nueva Noir por lo que me pareció décadas. Sin plan, sin pista, sin un camino qué seguir. No tardarían en dar la alarma y los perros saldrían hambrientos tras de mí. El Stark que empezó el show los habría manejado con ojos de tiburón gritando por más, pero ahora, en este estado, podría morirme con tan sólo verlos.
Un hombre tiene ambición. Tiene una idea y lucha por volverla una realidad. Tras una vida de esfuerzos se consigue con un impedimento, esa pieza del rompecabezas que pone el proyecto de vida en riesgo justo cuando las resultas se acercan. La solución es sacar al impedimento de por medio. La idea no era robar millones de dólares ni conquistar al mundo. Vernie sólo quería que no hubiera otro niño como él. Pensaba en el bien mayor. Y yo, pisoteando tembloroso los charcos en la acera, repetía “te voy a matar”, con su rostro fijo en el ojo de la imaginación.
Por fin, miré a la calle. Extendí una mano. Un taxi se detuvo y yo lo abordé. Dije la dirección y cuando llegamos y bajé sin pagar, el taxista bajó también. Gritó, escupió al suelo, hizo una escenita.
Yo levanté los brazos ante los agentes de la ley y me llevé las manos atrás de la cabeza.
Caminé, el taxista callado, los policías callados, los detectives buscando alguna explicación para la aparición que ahora tendrían que manipular.
Porque si te quedas sin planes y todo juega en tu contra, rompes el vidrio en caso de emergencias. Te entregas.
Un ejambre de uniformes a mi alrededor, desarmándome, haciéndome preguntas, gritando. Una pulsada de dolor cuando las esposas se cerraron en las líneas de piel que rasgué para desatarme no más de una hora atrás.
—Sólo le declararé al alcalde Vega —dije, para quedar en pétreo silencio.
Trataron de hacerme hablar. Trajeron detectives, colegas y psiquiátras. Después de una manito con Pip, todos los demás interrogadores no pasaban de tristes amatéurs.
Me confinaron a una celda en el sótano de la jefatura. Dejaron a Matthew Stark vigilado, con la mirada en el suelo y las manos entre las rodillas.
Esperé. Esperé. Sin sueño, sin dolor, una meditación de absoluta paz. Tardaron horas en traerme al maldito. Con el amanecer a la vuelta de la esquina, el guardia abrió la celda y lo dijo:
—Ok, Stark, el alcalde está aquí.
Era un muchacho bueno, de esas jóvenes promesas en la fuerza, sin las cicatrices espirituales que conlleva luchar con monstruos. Quizá por eso lo conseguí. O quizá no.
Esperé, esposado, mientras me escoltaban por el pasillo de celdas. Llegamos a la antesala, un escritorio custodiado por otro oficial. Eran buenos policías, pero tenían que quitarse del medio. Una patada en la entrepierna a uno. El otro cayó con otro buen cabezaso, porque si no está dañado, no lo arregles.
Ambos agentes esposados al escritorio pegado al suelo. Me abrí las esposas. Les quité las pistolas.
En este edificio estaba Joseph Shaw, jefe de la policía, Walt Miller, fiscal de distrito y Vernie Vega, alcalde. Una trinidad nacida del hinchado estómago de una rata sifilítica.
Comprobé los cargadores, quité los seguros y apreté la mandíbula.
No sobreviviría un asalto en la propia estación de policías, pero tampoco iba a dejar que ellos lo hicieran.
Nadie sale de aquí con vida.
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Parte del arte fotográfico mostrado es obra de J. Ferreira.
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