In Media Res

Así no es como comienza esta parte de la historia.

No conmigo, poniéndole la pistola a este tipo frente a los ojos. Pero esta es la escena que me interesa.


Podrías suponer que después de haber hecho el amor con la chica en el piso de esa habitación me habría sentido más cansado; saciado, por ponerlo en términos vulgares. Pero no. Y no era culpa de ella. Sus labios fueron un refugio perfecto, el calor de su piel cobijó mi alma hasta espantar a mis miedos. El clímax había sido liberador, con un deje de tristeza, como el que tendrías cuando sabes que estás a punto de despertar de un sueño perfecto.


—¿Cuánta pureza? —le pregunto, sujetándolo por las solapas de la bata de laboratorio.

—Es… usted no entiend---
—¿Cuánta-pureza?

El hombre cerró los ojos, suspiró, como pasando un trago amargo. Al volver a mirarme, dijo un absurdo:


—Setenta por ciento.


Imposible.


Estaba mintiendo. Tenía que ser una mentira.

Desde aquí, podías escuchar las ligeras conversaciones de los trabajadores en los laboratorios, sintetizando drogas que sacar a la calle. Un pequeño grupo estaba asignado a la depuración de la heroína, para su posterior almacenamiento. Era un laboratorio clandestino en una fábrica abandonada, propiedad de El Ruso y con vigilancia privada.

—Para entrar —me había dicho El Dandy—, tienes que buscar un acceso por las alcantarillas. Te llevará a un pequeño estacionamiento dentro de la fábrica. También está patrullado, no creas, pero resulta que cuando Valentín asignó a ese amigo vigilante, realmente colocaba a mi amigo vigilante. Él ya sabe que estás en camino.


El Dandy había cumplido. Dos berettas, mas suficientes cargadores en los bolsillos de mi abrigo era todo lo que necesitaba. Algunos, los idiotas que han jugado demasiados videojuegos, te dirán que para matar a unos sangrones necesitas un rifle de alta potencia, una escopeta, varias granadas. La verdad de la vida es que basta con que seas un buen tirador. Era una norma del viejo oeste y un clásico nunca muere.


La chica me había abrazado, cuando las llamas seguían ardiendo, pero con reducida intensidad. Quería quedarme a su lado, arroparla con mi abrigo, esperar al amanecer. Pero no amanecería mientras yo siguiera con tareas pendientes.


—Vas a lograr que te maten —dijo cuando me puse de pie.


No tenía qué explicarle. Esto era lo que tenía que hacer. Otro hombre habría huido con ella, a una granja, a sembrar un naranjo o algo por el estilo. Esa opción me estaba vetada. Me debían dolor, miedo, sangre y un pulmón. Tenían que pagar con intereses.


—No puedes sacar heroína con setenta por ciento de pureza a la calle, idiota —le dije al hombre algo que él ya sabía—. Tienen que cortarla.


Sacudió la cabeza.


—El jefe quiere sacarla así.


No.


Esa era la parte que no tenía lógica. Lo abofeteé.


—Maldito hijo de puta, no me mientas —le pateé en el suelo. Mirando alrededor con la pistola todavía vigilándole, comprobé que nadie se acercaba a nuestra conversación privada.


Me había infiltrado por el acceso que señaló El Dandy. Sin mucha charla, el guardia me dejó pasar y siguió haciendo su ronda.


—Si te veo de ahora en adelante, tendré que dispararte —fue lo único que puntualizó.

—Vale, me parece un trato justo. Haré lo mismo. Nada personal.

—Entiendo.

Él siguió por su lado, yo por el mío. Infiltrado por las sombras, caminando con lentitud hasta capturar a uno de los de bata de laboratorio.


—Llévame con el presidente de los mal paridos locales —le susurré. Él me llevó al tipo que ahora trataba de no vomitar los riñones. El guía turístico yacía inconsciente en la entrada con un golpe en la sien.


Puse al jefe de pie. Si sacaras esta habitación de contexto, habría sido un laboratorio de bio-análisis.

—Una vez más. ¿Para qué es la heroína?
—¡Ya le dije!
—No grites.
—Ya--- ya le dije. El jefe quiere sacarla tal y como está.

El Dandy me quería aquí investigando por un asunto de política. Si mandaba a su vigilante, o a cualquier otro asociado y se descubría, la tregua del bajo mundo estaba rota y las calles volverían a llenarse de sangre. Yo era el elemento salvaje, yo podía ser sorprendido y nadie habría tenido que vincularlo con uno de los capos.


—¿Tú entiendes lo que me estás diciendo? —pregunté.

—Eso es lo que quiere Gulachnoff y así se hará.

Cuando los cargamentos de droga llegan del punto en el que se sintetizan por primera vez, lo que los traficantes hacen es adulterarla, un proceso apodado “corte”: mezclas el narcótico con otros elementos de apariencia similar, como harina o leche en polvo si estás cortando heroína. Esto es por un lado para rendir el producto y, por otro, para variar en la calidad. Entre menos “agente cortante”, mayor pureza, mayor potencia en la droga, mayor es el precio. Casi toda la heroína que se consigue en la calle tiene un máximo de pureza de doce por ciento, que equivale a un sueño como un coma en el momento en que te la metes en las venas. Sacar a la calle un material con setenta por cierto podía sonar como el negocio redondo y el sueño húmedo del yonqui. Inyectártela te golpeará como dos cartuchos de escopeta a quemarropa en la cara. Estarás muerto antes de que puedas sacarte la aguja.


Valentín Gulachnoff estaba planeando un asesinato masivo.


—¿Qué ha significado esto para ti? —me preguntó la chica todavía semidesnuda unas horas atrás.


Metió las manos entre mi camisa de botones. Las mismas manos que habían acariciado mentiras sobre muchos otros hombres. Pero esta mentira era perfecta.


—Más de lo que puedo explicarte —le dije.

—Sólo te pido que vuelvas.

Acuné una de sus manos entre las mías. Era la única respuesta que me podía permitir.


Ahora, frente a mí, el doctor al mando del laboratorio se desinfló de vergüenza.

—Estamos jodidos, hombre —dijo—. Nos matará si no le preparamos la puta droga. Ya sabes que está loco. Él…

—Sí, está loco. Vas a indicarme dónde está toda esa droga escondida y luego te vas a marchar de Nueva Noir. No quiero volver a verte la cara. Si te consigo, o me llega un rumor de que andas por ahí, así sea mentira, te encontraré, hijo de puta. Y lo de hoy te parecerá una charla dominical en comparación. Te estoy dando una oportunidad porque quiero creer que eres otra víctima. Pero si caes en esto otra vez, ya es elección tuya. Y vas a saber de mí. ¿Estamos?


Asintió con ritmo de ametralladora.


—Sí.

—Bien. Vamos a salir juntos de aquí. No quiero que hables ni hagas movimientos súbitos. Si me parece que los haces… estás viendo esta pistola, ¿no?

De nuevo la rápida afirmación.


—Qué bueno. Andando.


Abrió la boca y la cerró. Volvió por otro impulso y esta vez dijo:


—¿Crees que los puedes matar a todos? Estás loco.

—Tú no tienes moral para decirme eso.

Me saqué la cajetilla de cigarrillos del abrigo.


—Vine a este mundo gritando y bañado en la sangre de otra persona —dije, llevándome el pitillo a la boca—. No tengo problemas con irme igual.




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