Dormida, primero lo escuché como el lamento de un fantasma. Un alma en pena con mensajes del más allá, demasiado olvidados para que otra persona aparte de mí pudiera comprender lo que significaban.
Una llamada a mitad de la noche sólo puede ser una de dos cosas: un equivocado o muy malas noticias. Atendí, esperando con todo mi corazón que fuese la primera opción y fue como si el tiempo se hubiese estirado entre ese instante en el que descolgué el teléfono y aquel en que el auricular me besó el oído. Supe en esos segundos pastosos que la llamada tenía algo que ver con Matthew. Ante la imagen mental de un agente de policías telefoneándome porque habían conseguido al cadáver de Matthew Stark, mis miedos sacaron las garras.
—¿Aló? —escuché a mi propia voz, a un millón de kilómetros de aquí.
Me quedé escuchando al silencio de la noche que le hacía fondo a la llamada, esperando a que las imperfecciones de la comunicación telefónica me pudiesen susurrar algo que me permitiera respirar.
—Chrysta, soy yo —dijo Matthew Stark—. Llegó la hora.
Me incorporé de un salto. Prendí la luz de la mesita de noche y miré a mi alrededor, protegiendo la bocina del teléfono con una mano; una paranoica de sus pesadillas en bata de dormir.
—Matt.
Con tantas cosas corriéndome en la cabeza y lo único que tengo fuerzas para decir es:
—Matt.
—Necesito que investigues lo siguiente. No tengo mucho tiempo.
—Necesito que investigues lo siguiente. No tengo mucho tiempo.
Puse el dormitorio patas arriba por una pluma y un papel.
—Dime.
—Quiero que averigües la última residencia conocida de El Dandy. Figuras asociadas. Posible conexión con Valentín Gulachnoff. Cuántos hombres tiene a su mando.
—Quiero que averigües la última residencia conocida de El Dandy. Figuras asociadas. Posible conexión con Valentín Gulachnoff. Cuántos hombres tiene a su mando.
Anoté las palabras claves. No sentía a los dedos con los que sostenía al bolígrafo.
—¿Ya?
—Sí. Al anochecer irá alguien a verte, retirando esa información.
—¿Estás bien?
—Sí. Al anochecer irá alguien a verte, retirando esa información.
—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien.
Y él ama hacer eso.
—Matt, por favor, huye. Toda esta venganza es una locura.
—No le digas a Vernie que te llamé. Pueden estar observándole. Adiós.
—No le digas a Vernie que te llamé. Pueden estar observándole. Adiós.
Me congelé queriendo decirle algo que implicara todo lo preocupada que estaba por él. La llamada murió antes de que pudiese reactivarme la mente.
El sueño había huido como un vampiro bajo el sol. El amanecer de Nueva Noir me descubrió camino a la oficina, ya con mi traje de combate puesto, portando mi mejor máscara de “nada anormal está pasando.” No era raro que yo llegara al trabajo antes que los demás, tampoco lo era que viviera con una perpetua preocupación por Matthew. Era la certeza de que en algún momento recibiría un mensaje en mi Blackberry diciendo que el hombre en quien creo por fin ha fallecido. No me gustaba su insistencia de quedarse en Nueva Noir, ni sus insinuaciones de solucionar todo esto a punta de pistola. Era absurdo; un ejército no habría podido extirpar el tumor que bullía en el alma de la ciudad, pero él creía que podía cambiar al mundo con mil balas.
Lo que yo tenía que hacer era llamar a los agentes federales, invocar una situación de excepción para protegerlo, que lo sacaran de aquí, se lo llevaran a otro lugar con una nueva identidad, donde yo nunca pudiese verlo otra vez. Pero no podía hacer eso y no puedo decir por qué. A veces, tienes que tomar la decisión equivocada.
Encontré la puerta de la fiscalía abierta, con un millón de sospechas asaltando las esquinas del lugar. No habría sido raro que alguien me estuviese esperando con un arma. En una ciudad como esta, las cosas sólo podían empeorar antes de mostrar alguna mejora.
Busqué en mi cartera por el revólver. Lo había comprado muchos años atrás, en Ciudad de Ángeles. Nunca lo había disparado, pero estaba lista para hacerlo a esa figura masculina que había irrumpido en mi oficina, a la que podía escuchar buscando entre mis archivos.
Abrí la puerta, apuntando a la espalda de aquel hombre.
Se dio media vuelta con lentitud, tomándose su tiempo para leer de la carpeta que tenía entre manos. Cuando sus ojos claros me enfocaron, no hubo un ápice de miedo.
—Guarda esa pistola, Beaumont. Te puedes hacer daño.
Bajé el arma. Miller volvía a revisar los textos frente a mí, ajeno a cualquier noción de vergüenza o ética que lo condenara. Le arrebaté la carpeta.
—¡No revisarás mis archivos sin mi autorización!
—Déjate de ese dramatismo. Tu novio no está aquí, no hace falta que le hagas la suplencia.
—Déjate de ese dramatismo. Tu novio no está aquí, no hace falta que le hagas la suplencia.
Puse la carpeta de vuelta en el archivero. Traté de transmitir un mensaje que Miller entendiera al cerrarlo de un golpe sordo.
—Georgie Mencken es mi amigo —le dije—. Márchate de mi oficina en este instante.
Walt Miller sonrió de medio lado, andando hacia la puerta con parsimonia, acariciándose la quijada, saboreando la irritación que sabía me había causado. Todavía de espaldas, dijo:
—No me refería a Mencken, sino a tu novio. Stark.
Se dio media vuelta.
—No es un secreto que lo estás protegiendo. Pero yo soy el fiscal de distrito, o sea, tu jefe. Encubrir a ese parásito te convierte en cómplice. Podría mandar ahora mismo a que te sacaran de aquí con esposas en las muñecas. Pude haberlo hecho hace meses, de hecho.
Crucé los brazos.
—¿Y qué quieres, que te dé las gracias? —contesté.
Rió y salió de la oficina. Dejó la mano en la manilla.

Desapareció, dejándome un agrio sabor de boca. Aunque de frente al ojo público Miller era un defensor de los débiles y oprimidos, en privado tenía la sangre fría de un reptil. Lo único que le importaba era obtener la sentencia condenatoria, el fulano veredicto culpable. Siendo la fiscal más experimentada después de que destituyeran a Matt, era lógico que me nombraran como fiscal de distrito. Lo primero que habría hecho en el cargo habría sido limpiar el nombre de mi antecesor e investigar a las figuras tras su atentado, con todo y lo suicida de la investigación. Surge de la nada el fiscal Walt Miller, con tres años de experiencia, y el gobernador le da el puesto en una movida que apesta tanto a dinero sucio que las almas más corruptas y negras tienen que taparse la nariz. Me quedé con las manos vacías, sin caminos que pudieran iluminar mi investigación. Para nada sorprendente fue que lo primero que hizo fue asignarme montañas de trabajo, lejos del tema de Stark, un hombre por quien no tenía pena al insultar.
Con Gulachnoff y El Dandy de fondo, la silueta de Miller acechando en mis documentos no hacía sino empeorar el ya oscuro retrato del futuro. Pero no podía quejarme; me habían dado asiento en la sala VIP, bien cerca de zorros ambiciosos con sonrisas de tiburón, donde me pudiera salpicar la sangre tan pronto pudiesen arrojarse sobre Matt.
Si no tenía cuidado, sería mi sangre la que tendrían de aperitivo antes del próximo amanecer.

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