Llegué al hotel de Carny Island con apenas tiempo antes del amanecer. Era uno de esos hoteles donde podías encerrarte todo el día a inyectarte heroína sin que te hicieran preguntas; no un lugar para turistas, si sabes a lo que me refiero.
En la recámara conté mi munición, estudié mi nueva pistola, tomé asiento a un lado de la puerta y esperé a que el caos fermentara. Gulachnoff y El Dandy debían estar dando llamadas a todos los rincones de la ciudad, investigando sobre este quebrantamiento de la guerra fría, demandando nombres, botando espuma por la boca. Mientras El Dandy reunía hombres y armas, el ruso estaría planeando el primer zarpazo a su antiguo socio. Con El Dandy entrando en escena, mi acercamiento al problema no era diferente al trapecista sobre la cuerda floja. Hasta ahora había corrido con suerte, pero la suerte nunca viene de gratis y ahora que las agujas del reloj habían recuperado su ritmo letárgico, comprendí que estaba condenado a que sumaran las piezas del todo y concluyeran que había un tercer jugador en el campo. Mi plan no partía del cuidadoso análisis, sino de la rabia, del ruido y la furia, que era como estas cosas siempre terminan solucionándose no importa lo que hagas. El que te diga que la guerra tiene algo que ver con razonar, miente.
El anónimo hotel no era un edificio, sino un conjunto de recámaras construidas una junto a la otra alrededor de un amplio estacionamiento. Los cuartos eran de una sola habitación, con sábanas desteñidas y fantasmas en los espejos. En la penumbra del cuarto, busqué en uno de los bolsillos de mi abrigo y anduve con el frasquito al baño. Bebí la pastilla con agua del grifo, sin detenerme demasiado a pensar cuán limpia esa agua está. En otro bolsillo de mi abrigo, más pastillas. Regulaban mi presión arterial, mis nervios, mi capacidad para poner a mi cuerpo a funcionar por sí mismo; todos los privilegios que no aprecias hasta que te los arrancan.
Regresé a mi puesto junto a la puerta. Desde aquí, podía echar un vistazo al estacionamiento con levantar un poco la cortina en la ventana. Aprendí muchas cosas mientras vivía entre la escoria, un sexto sentido desarrollándose dentro de mi cabeza. Prestas atención a los vehículos que van demasiado lento. Los que vienen demasiado rápido. Prepararte para la avalancha que yo estaba desencadenando no se trataba sólo de aprender a desenfundar rápido y apuntar; se te agudizan los sentidos ante miradas de reojo, rostros frecuentes, hombros tensos, demasiada algarabía o demasiada calma. No soy el perfecto hombre de paranoia, pero si nunca me descuido, nunca me sorprenderán.
Al anochecer, el vehículo que yo esperaba hizo su aparición. Viéndola caminar con calma, con la soltura de quien visita el lugar como lo ha hecho mil veces, comprendí que la chica estaba acostumbrada a representar un papel que iba más allá del que presentaba en el trabajo. Tenía talento natural, fingir se le daba con franqueza.
Tomé la pistola en la cama y, sosteniéndola con una mano, abrí la puerta con la otra.
—¿Lo tienes? —le pregunté.
Asintió y, entre su abrigo, me mostró la carpeta que me trajo una cachetada de recuerdos: organizado al estilo propio de la doctora Beaumont. Dejé pasar a la chica. Sin darle la espalda, cerré la puerta de la habitación.
—Te traje algo más —dijo. De su abrigo produjo una vasito de anime—. Es una sopa instantánea.
Le quité la carpeta.
—No tengo cocina aquí —dije.
—Puedo pedirla prestada en la recepción. Nadie tiene que saber que es…
—¿Te siguieron?
—…para t---, por supuesto que no.
—¿Estás segura?
—¿Para qué agarras esa pistola cuando me hablas? ¿Crees que te voy a vender, no confías en mí?
En la carpeta estaba todo. Antecedentes, asociados, lugares de reunión, familiares. De acuerdo a la última investigación, El Dandy tenía hogar en Brookfield y eso quería decir que nunca estaba ahí, pero ese era el perfecto punto en el qué dejarle un mensaje. Cerré la carpeta.
—No es un asunto de confianza —dije—. Es un asunto de imaginación. Hiciste bien tu trabajo. Gracias.
La chica se mostró complacida. Posó el vaso de anime junto a una pata de la cama.
—Te dije que me sentía en deuda contigo. ¿Y ahora qué?
Volví a echar un vistazo al estacionamiento.
—Ahora te vas a tu casa y te olvidas de esto. Quisiste ayudarme y has hecho suficiente —di media vuelta—. Déjame el carro.
Se puso una mano en el pecho para activar una risa nerviosa.
—Ni hablar —dijo—. No puedes hacerlo todo tú. Necesitas a alguien que te ayude para cosas como esta. Puedo llevarte o esconder lo qu…
—Hm, creo que entiendo. Has tenido una vida de monótono sufrimiento y ahora que me ves cargando una pistola, sabes que lo mejor es que te marches a toda prisa, pero a una parte de ti le excita involucrarse. Déjame decirte a dónde lleva este camino: te matarán. Quizá también a mí. Y aún si ambos sobrevivimos, enfrentaré un proceso judicial por las muertes de todos esos parásitos. Te acusarán de cómplice y pararás en prisión.
La tomé de la mano y la puse de pie.
Sus ojos de víctima capturaron a los míos. Una táctica contra la que el género masculino ha luchado desde el amanecer de los tiempos: el duelo contra una cara bonita. Marqué la distancia y distraje la visión a otra parte. Porque no tenía objeto provocar al diablo teniéndola tan cerca.
—Llévate tus ojos de Bambi —puse una mano en la manilla de la puerta—. Adiós.
La escuché ponerse de pie. Acercárseme. Esto no iba a ser sencillo.
Se abrazó contra mí. Su delicada mejilla se posó en mi hombro. Ya tendría yo que tomarla de los brazos y sacudirla, gritarle que estaba haciendo una terrible estupidez y que tenía que abandonar esta historia hasta que los disparos dejaran de sonar. Pero no lo hice. Quizá tenía demasiado tiempo sin una mujer. Quizá era debilidad a esos ojos de zafiro. Quizá era el aroma de su piel al acercárseme, el tacto de sus brazos al abrazarme, el calor de sus labios al besarme. Ahí estaba yo, manteniendo guardia para salvar mi vida, olvidando después el objetivo. Era estúpido, equivocado por demasiadas razones, pero mientras sus manos me acariciaban el cuello, sus labios dándome los besos que ya miles habían disfrutado, no pude evitarme ceder.
Me quitó el abrigo. Me abrió la camisa.
Siete disparos.
Los miró, separándose levemente de mí para poder detallarlos, con sus manos blancas de muñeca sujetándome las solapas de la camisa. Las huellas del pasado, los besos de la muerte.
—¿Son estos…?
Me cerré la camisa y me separé de las llamas. Asentí. Aunque breve, el contacto con el cielo me había despertado los sentidos, el pulso acelerado en mis sienes, la imperiosa necesidad de acostar a esta desconocida aquí, en el búnker del Apocalipsis, y borrar las pesadillas del mundo despierto, aunque fuese por unas horas.
—Tienes que irte —repetí, más para mí que para ella—. No podré protegerte.
—No quiero que me protejas---
—Claro que quieres, sólo que no lo sabes.
Me sujetó el rostro con esas suaves manos.
—Tú no sabes de dónde vengo, Matthew Stark. Trata de imaginarte a una niña que nace de una madre adolescente, abandonada en el campo, creciendo junto a un tío abusón, entre alcohólicos y malditos. Esa niña, que es forzada a descubrir su sexualidad demasiado pronto, se escapa de casa persiguiendo al simple sueño de una vida mejor. Para en las garras de un proxeneta, quitándole el brillo a la esperanza. Vive bajo el control de otro por un par de años hasta que una noche se presenta el hombre que la rescata. La niña, por primera vez en su vida, comprueba que existe gente buena más allá de su cabeza.
Me soltó.
—Alguien como tú no puede entender eso.

—Te equivocas —la tomé del brazo—. Yo ya no soy de los buenos, lucho por permanecer con vida; sólo me vuelve el tono más gris entre el elenco negro.
Comenzó a decir algo, pero lo siguiente ocurrió simultáneo: en el rabillo del ojo, vi a los dos carros entrando al parking. Un pistolero emergió de cada ventanilla de copiloto. Busqué por mi pistola y recordé que estaba en la habitación, a metros de mí.
Nos apuntaron.
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