
Estamos en una fiesta a bordo de un yate. La fiesta es por beneficencia, a favor de los niños con cáncer. Vernie Vega la está auspiciando; el bote no es suyo, no podría pagarlo con su sueldo. Una celebridad lo ofreció, correctamente anticipando el potencial publicitario. Los periodistas y camarógrafos corren de acá para allá, hablando con el actor fulano, el director mengano, la rica actriz de Ciudad de Ángeles que adopta a niños de un país donde la mitad de la población se ha muerto de hambre.
En un rincón del salón de fiesta, ahí, junto al pianista, estaba yo. Un Martini en mi mano, en una de esas copas a las que le agregan una aceituna empalada en una estaca miniatura. He venido porque Vernie me lo pidió. Nunca he sido un hombre de fiestas, mucho menos de celebridad. Existe dos clases de hombres que se dedican al servicio público: el que quiere servir a los demás y el que quiere servirse a sí mismo. Si eres de la primera categoría, como humildemente lo soy, descubres muy pronto que el tiempo no te alcanza para tener una vida personal. Nueva Noir tenía una tasa de homicidios demasiado elevada para la cantidad de fiscales trabajando y en vez de estar haciéndole justicia a todos esos rostros mudos de gritos insonoros, estoy aquí, mirando a una pequeña esfera verde dentro de mi Martini. Entiendo que un hombre necesita tiempo para recrearse y alejarse de los demonios a los que lucha por destruir, pero es que esto, las luces, las risas falsas, los trajes de gala, esto nunca fue lo mío.
En una misión de socialización, allá está Chrysta, tomada del brazo de Georgie Mencken, un detective de la fuerza. Ella habla, con la suave seda del vestido largo y negro acariciándole la piel y yo, aquí, no puedo evitar sentirme envidioso del pedazo de trapo ese. El presidente de alguna compañía importante conversa con Chrysta, se ríe de sus chistes y de vez en cuando lanza una mirada furtiva a su escote. Si Georgie se hubiese sacado la lotería, no estaría más feliz que ahora. Sonríe, habla con cortesía a personas que no conoce, acaricia el brazo de la fiscal de tanto en tanto. Bebo un trago y dejo que el licor me purifique las entrañas. Georgie ha prestado un apoyo invaluable en lo que sin él serían mis cruzadas suicidas. Cuando eres fiscal de una ciudad en la que la noche dura dos veces más que el día, te conviene tener a un buen amigo en la fuerza policial. Georgie es ese amigo. También está enamorado de Chrysta al punto en que no le importa que los demás se den cuenta; no es la decisión más sabia, pero qué le puedes hacer. Es un buen tipo. Al verlo así, sólo puedes desear que las cosas le salgan bien, así el objeto de su afecto sea el tuyo también. Me bebo el resto del Martini de un trago y pido otro.
De las profundidades de la piscina social, emerge Vernie Vega, desesperado por un respiro de aire fresco después de darle la mano a una multitud de personas de las que ignora los nombres.
—Matty —dice, andando hacia mí—. Te noto tenso. Relájate, por favor. Te invité a ti, no a tu trabajo. ¿Qué bebes?
—El Martini genérico que preparan aquí.
—Espero que esté bueno, le pedí a mi secretaria que contratara al mejor bartender que conociera.
Vernie no toma.
—Están bastante buenos —concedo—. Tus votantes están complacidos.
La postura, en lenguaje corporal de Verne Vega cambia. Me pone una mano en el hombro y camina conmigo a la cubierta, separándome de la multitud como lo haría el asesino aislando a su víctima.
—Me gustaría hablar a solas contigo. Sobre Gulachnoff.
Salimos al cielo despejado, negro, helado, sobre la cubierta. El ambiente era más ligero acá, aunque todavía nuestros oídos recibían los murmullos lejanos de una melodía clásica de fondo a encuentros entre los ricos y famosos. Dentro del salón, Verne y yo éramos osos polares en la sabana africana.
—El comisario de policía, Matt.
—¿Joe Shaw?
Nos apoyamos en las barandas que bordeaban la nave, con un césped negro de tinta bajo nosotros.
—Está metido hasta la garganta en negocios con Gulachnoff.
—Nada más encantador que un policía corrupto.
—Le dije a Mick, mi nuevo guardaespaldas, que le echara el ojo. Lo siguió hasta su casa y le pinchó el teléfono.
—Un hombre muy versátil, ese Mick.
—Por eso lo contraté. Si vives entre cerdos, es difícil ser limpio.
En el horizonte, las luces de la ciudad seguían ahí, un reflejo terrenal de las que brillaban sobre nosotros. Desde acá, desde los muelles, podrías imaginar que Nueva Noir es una dulce corderita inocente. Si no la hubiese visto sacarse hombres asesinados de entre los dientes cada mañana, me lo creería.
—Shaw tiene tres vehículos en su casa, Matt. Se paga vigilancia privada. Anda de acá para allá en una bata de diseñador.
—Muy por encima del reloj de oro que te dan cuando te jubilas.
—Correcto. Y cuando Micky oyó sus conversaciones telefónicas, resulta que tiene línea directa con los rusos. ¿Qué sabes que Valentín Gulachnoff?
Bebo un trago, lubricando mis expedientes mentales.
—Ex KGB. Trafica con armas, droga y mujeres. Sufrió un atentado hace dos años que le desfiguró el rostro.
—Sabes cómo ocurrió el atentado, ¿no?
—Uno de sus propios hombres lo traicionó y le arrojó un explosivo casero cuando Valentín salía de un restauran.
—Esa es parte del cuento. El tipo que le tiró la bomba estaba cagándose encima de miedo; Gulachnoff descubrió que le estaba robando pequeñas cantidades a lo largo de mucho tiempo. Ordenó su ejecución y el tipo este, un tal Cory, concluyó que su única salida posible era matar al hombre de hierro de la mafia.
—Quitarle dinero a la mafia no es robo; es suicidio.
—Este creyó que podía hacer una excepción a esa regla.
—Y ya sabemos cómo terminó.
Verne se recostó contra las barandas, mirando por las ventanillas del salón a la gente en la fiesta. Muchos ignorantes voluntarios.
—La bomba estalló y mató a los dos guardaespaldas de Gulachnoff. Cory estaba cantando victoria cuando Valentín se levantó de entre la sangre y los huesos. Lo mató estrellándole la cabeza contra el pavimento y consiguió que su abogado catalogara eso de “legítima defensa.”
—Una legítima defensa un poco exagerada.
—No cuando has comprado a la mitad del jurado. Desde el atentado, Valentín sufre de cambios dramáticos de humor. Su cara tiene más canales y surcos que las autopistas de la ciudad, dura como una máscara de yeso.
Del salón, Chrysta caminó hasta nosotros.
—Micky descubrió que Valentín se trae un negocio de drogas pesado para los siguientes días. Están trayendo enormes cantidades de heroína que no están sacando a la calle, sabrá dios por qué. Voy a dejar que Micky recabe más evidencia y entonces, sólo entonces, podrás ir tras ellos, Matt. No intentes nada estúpido antes.
Chrysta traía dos copas, la suya y una que me extendió.
—Caballeros —dijo—. ¿Por qué tanta seriedad?
Siempre me suavizó el corazón una mujer que me trae una bebida.
—Ya sabes —digo—. Hablando del trabajo.
—Ya veo. ¿Algo de lo que yo deba estar informada?
Fingí mi mejor sonrisa auténtica.
—Para nada. Ve al salón, Georgie te debe estar extrañando.
—Georgie está hablando con unos viejos amigos suyos. Una escena aburrida para mí.
—Entonces vete a buscarlo y tráelo para que se beba una copa conmigo.
Chrysta arqueó una ceja, comprendiendo el mensaje. La conversación era privada, ya yo le diría lo que fuese pertinente que ella supiera.

Con la seriedad con la que me hablaba, yo sólo pude sacudir la solemnidad y pretender que no me estaba asustando con su leyenda urbana de la vida real.
—Despreocúpate, Verne, yo…
—Es en serio.
Valentín Gulachnoff.
El potencial responsable por la sangre y la furia.
Y yo el desgraciado que tenía que hundirse en las fauces de la bestia para cazar al diablo.

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