Femme


Empiezas a pensar en todas las veces que creíste que siempre se podía solucionar las cosas razonando. Que siempre hay una forma de que el orden se imponga sobre el caos. Empiezas a repetirte, durante las largas noches, que cuando el coma termine, despertarás en un mundo en el que nadie es corrupto, las respuestas están frente a ti y todos tus enemigos están en prisión.

Pero no es así.

Sales del coma y descubres que porciones de tu cerebro están dañadas. Tus ligamentos se han atrofiado y has ido adquiriendo posición fetal, no sabes si por miedo o porque es natural. Has estado tanto tiempo muerto, que se te ha olvidado cómo es vivir. Pasan las horas, pasan los días, pasan las semanas y pronto el paso del tiempo deja de tener significado.

Excepto ahora, que juega en tu contra.

Un coma no es como sale en las películas. En los dramas televisados, la gente que queda en coma está en un hermoso sueño prolongado. En los casos más extremistas, les crece una barba, que no afecte demasiado tu atractivo físico de estrella irresistible. En la vida real, todo tu cuerpo se deteriora. Todas las cosas que dabas por sentado, como caminar y agarrar la mano de quien quiere sacarte del hospital antes de que vengan por ti tus fallidos asesinos, desaparecen. ¿Te imaginas cómo es alimentarte de comida enlatada durante meses, mientras te esfuerzas por rehabilitarte, afinar tu puntería y esconderte de las miras telescópicas que te buscan desde las ventanas? No. Yo tampoco podría.

Fue Chrysta la que metió la mano en el infierno y tiró de la mía. Yo no debí haberle prestado atención la primera vez que se presentó en mi despacho, hace dos vidas atrás. Tenía perfil de diva, del foco de devoción de infinidad de hombres, jamás de fiscal en una ciudad donde la expectativa de vida es lamentablemente corta. Aquella mañana, entró en mi oficina, como una escultura cargada de presentimiento, sus labios como una promesa al final de una pesadilla.

Me explicó con timidez discordante para su físico que era la nueva fiscal asignada a Nueva Noir y que trabajaría conmigo durante los siguientes meses. Su currículum era impresionante: hablaba tres idiomas, graduada con honores, fama de incorruptible y récord de encarcelamientos en su ciudad natal, Ciudad de Ángeles. Era una mujer peligrosa, hermosa y lista, la clase que te hace perder la cabeza si crees que la tienes bajo control.

—Hay algo que me interesa de tu expediente, Beaumont —le dije esa mañana, sentado detrás de mi escritorio, cuando la vida todavía se escondía tras una cortina de cortesía—. Aquí dice que pediste un traslado desde Ciudad de Ángeles; quieres trabajar aquí.

Ella cruzó las piernas y un atisbo de sonrisa brotó en sus labios. Yo seguí haciéndome el duro, fingiendo que todavía no me había dado cuenta de que ella era hermosa.
—Eso no es bueno —tiré el expediente sobre el escritorio—. Nadie pide ser trasladado hasta acá, excepto el que se está buscando una reputación. Quizá Ciudad de Ángeles, como meca del cine y estrellas, es un lugar para el protagonismo. Pero no Nueva Noir.

Su expresión cambió frente a mí, a una dureza fría y segura. Esta mujer pertenecía a los anuncios en la televisión, no al frente de batalla.
—Doctor Stark, conozco todos los riesgos de mi traslado. Si vine fue porque quiero hacer la diferencia.
—Quizá no me expliqué bien. Dicen que eres buena y dios sabe que necesitamos todos los fiscales buenos que podamos tener. Pero hay algo de lo que tienes que estar advertida, Beaumont: uno no puede entrar en el infierno sin dejar en él una parte de ti. ¿Comprendes claramente?

Asintió con firmeza entonces, confirmándolo con sus actos durante dos años. Las normas de la lógica indican que cuando dos personas en nuestras condiciones trabajan bajo tanta presión, debe surgir una tensión sexual que sólo puede ser liberada tras una noche de hielo y fuego. Eso nunca sucedió. En muchas veladas infinitas, cuando ella temía ir a su casa por la enésima amenaza de muerte, yo la sostuve entre mis brazos, en la seguridad de mi oficina, diciéndole que todo estaría bien y que podía ir a dormir en mi apartamento. Que yo la protegería. Que nunca dejaría que nada le pasara.

La dejé dormir entre mis brazos, la protegí de los oscuros demonios de la noche y al final, fue ella la que me salvó a mí.

Todavía puedo verla, en mi difuminada visión irregular, pidiéndome que no me muriera. Yo, tirado en el mojado pavimento, desangrándome con la boca seca y la frente perlada de sudor, la miro iluminada por los faros de la calle y los flashes de los periodistas, y pienso que me he ido al cielo.

Me sacudo esas memorias como se sacude a un sueño cuando llega el amanecer. La escena frente a mí está clara: un teniente parasitario con la cabeza vuelta un amasijo rojo de dientes, carne, sesos. Detrás de mí, una chica demasiado joven para conocer los secretos sexuales que, a fin de cuentas, conoce.

En los campos de batalla, las personas como ella tienen un nombre: espectador inocente. Suelen integrarse a las cifras rojas cuando el tiroteo ha finalizado.

—Tú… tú eres Matthew Stark.

Abro y cierro la mano con la que saqué de combate al regente del burdel, chequeando que no he sido yo el que se ha roto algo. Confirmando que toda la sangre en la cabeza del tipo es sólo de él.
—¿Qué haces aquí? ¡Estos tipos van a matarte!

Antes de abandonar nuestro plano de conciencia, esta sabandija me dio un nombre. Valentín Gulachnoff, el jefe de la mafia rusa. Un nombre que invoca respeto en los corazones de sus enemigos, terror en los de sus amigos. Tengo una próxima parada: un negocio de tráfico de armas en las periferias de la ciudad, entre ratas de poca monta y miembros de “el Sindicato Gulachnoff.” Puede que el gran hombre esté ahí. Habiendo ordenado mi asesinato, es un pacto de caballeros devolverle el favor.

—Gracias por venir —siguió la chica—. No habría podido soportar cinco segundos más en los brazos de esa escoria.

—Obviamente habrías podido. El ser humano se adapta a todo. ¿Tienes carro?

Ella asintió, toda su fachada de muñeca sexual desaparecida. Ya no era una dominadora colegiala sedienta de placeres prohibidos. Era una muchacha de apenas dieciocho años, vulnerable en un disfraz que no eligió.

—Necesito tu carro. Tengo que llegar a Staten Burrough antes de medianoche.

—Llévatelo.

Me entregó las llaves, buscó entre el suelo algo que no me molesté en verificar, y se marchó hacia la puerta.

—Y… gracias —repitió.

—Ignóralo.

—Si te puedo ayudar de alguna manera…

—Ya me estás ayudando —saco la beretta y confirmo la munición en el cargador, una manía paranoide—, si te refieres a ayudarme de otra forma, vete a tu casa. Tus lazos con el bajo mundo dependían de este imbécil y esos lazos están cortados. Eres libre. Puedes empezar de nuevo.

—Y nunca te podré agradecer…

—Tienes una nueva vida abriéndose frente a ti. Disfrútala. Algunos de nosotros no tenemos esa comodidad.


0 comentarios:

Publicar un comentario


Algunos Derechos Reservados
Parte del arte fotográfico mostrado es obra de J. Ferreira.
Las imágenes presentadas en este serial son propiedad de sus respectivos dueños; All images appearing on this serial are property of their respective owners.

Visitas hasta ahora: